Medusa rescata esta obra tan peculiar de la historia de la literatura chihuahuense a fin de que nuevas generaciones puedan conocer el fenómeno que fue en su momento doña Josefina López Linares, poeta que fascinó a intelectuales de la talla de Enrique Servín y Daniel Sada, quien la presumía incluso en sus giras por Europa. Este es un acto de amor, porque editar es rendir homenaje de cariño a la memoria. Pero dejemos que sea el mismo Enrique Servín quien nos cuente sobre ella en este magnífico prólogo que abre el volumen:
Doña Josefina López Linares:
La irreverencia y sus sílabas
Supe de doña Josefina a través de Letras y algo más…, una ya desaparecida revista que mezclaba en su contenido las noticias de matrimonios, los anuncios de tiendas de lencería y los trabajos de escritores locales demasiado tímidos para publicar en otra parte. De pronto, entre una fotografía de un concurrido Baby Shower y un anuncio de Fósforo Vitacal apareció una sección que rezaba: “Haikúes de doña Josefina López Linares”. Eran apenas tres o cuatro textos entre los que se encontraban el célebre “Haiku de los triates”:
En mi soledad
contemplo a los triates
qué felicidad.
Y el de la selección nacional:
Ayer errores
hoy selección nacional
por poco y gana.
Solté la carcajada. Poco importaba si el humorismo era involuntario o perfectamente malicioso, si se trataba de cándidos gazapos o de una elaborada broma literaria. Verso y humorismo (me refiero aquí, por supuesto, a una mera técnica prosódica) se han vinculado entre sí desde los albores de la literatura: qué mejor estrategia verbal para lograr la catarsis de la risa que el molde prestigiado del verso, asociado con lo serio y lo sublime. Más efectivo todavía en el caso de que la conjunción humorística provenga directamente de la inocencia y el candor (o por lo menos que así nos lo haga creer el que escribe, lo que sería más común). Inmediatamente pensé en nombres como Max Salazar Primero, el bardo local que hizo las delicias de la sociedad yucateca durante la primera mitad del siglo XX, o en el célebre Margarito Ledesma. Pero los textos de doña Josefina iban más lejos: había elegido como modelo nada menos que el haikú, una estrofa de alguna manera exótica, teñida de “radicalidad literaria” —por decirlo de alguna manera—, de añejo prestigio cultural y hasta de cierto misticismo.
Seguí procurando los números de aquella revista en busca de nuevos textos suyos y finalmente le pedí a alguno de los colaboradores que me la presentara. Me conquistaron su garbo y amabilidad, así como la facilidad con que de pronto estallaba en una carcajada.
Detrás de aquella apariencia de candor o ingenuidad se ocultaba una verdadera humorista. De inmediato nos pusimos de acuerdo para que me pasara más “haikúes”, así que doña Josefina se presentó más tarde en mi oficina con un montón de papeles y comenzamos a trasladar una selección a un documento en computadora. Al poco tiempo comencé a recitárselos en reuniones y veladas a amigos o contertulios y la reacción era siempre la misma: una carcajada fresca y contundente.
uno de esos amigos fue nada menos que Daniel Sada, quien al escuchar el “Haikú de los triates” nos confesó que en el fondo “él sí la comprendía” y que, en relación a otro texto en el cual la autora se queja porque el municipio no tiene bien pavimentada la ciudad, lo único que él podía discernir era que doña Josefina acababa de inventar el Haikú de protesta. Daniel impartía por entonces en la ciudad de Chihuahua un taller de literatura, y doña Josefina se sumó a los integrantes. El novelista la animó a seguir escribiendo y tiempo después nos contó que en cada encuentro de escritores al que él asistía (fuera en México, Caracas o Madrid) acostumbraba repetir en las tertulias, con gran éxito, algunas de las joyas de “la señora de Chihuahua”. En todas partes el clamor era unánime: que los publique.
Pero para dejarse llevar por el extraño humor de esta escritura instantánea y achispada es necesario, por supuesto, entender previamente lo que es un haikú. Se trata de una estrofa japonesa (después adaptada a muchos idiomas del mundo) que consta tan solo de diecisiete sílabas, distribuidas en tres versos de cinco, siete y cinco sílabas, respectivamente. Su contenido temático está codificado: el haikú debe ser un poema ligero y al mismo tiempo sumamente concentrado, capaz de sugerir la profundidad del pensamiento y la meditación con tan solo unas pocas palabras e imágenes tomadas de la naturaleza. En tanta brevedad, debe contener palabras clave y ejercer una delicada serie de equilibrios y contrapuntos. Se trata, ciertamente, de algo muy complejo y muy serio: el haikú, como muy pocas otras formas literarias, ha sido asociado con la absoluta delicadeza y es casi venerado por quienes lo frecuentan. Ninguna víctima más vulnerable para el asalto despiadado de la irreverencia, el desparpajo, el humor y la risa —habría que resignarnos—. En efecto, el haikú que cultiva doña Josefina López Linares, “al estilo Chihuahua y hasta medio ranchero”, como ella misma —en un arranque de irreverencia autocrítica— ha querido calificarlo, es completamente otra cosa. Lo inesperado, lo contrastante, lo ingenuo y lo malicioso se concentran en sus versos juguetones y ambiguos. Su estilo, en ocasiones telegráfico y a veces incluso dislocado, convierte a estos pequeñísimos textos en verdaderos koanes humorísticos; la hilaridad surge, entonces, a partir de unas cuantas imágenes, inesperada y vigorosa, rápida, como un chispazo artero del que no sabemos, de buenas a primeras, por dónde nos llega ni cómo entender.
Nada se escapa a estas brevísimas estrofas, hechas apenas de diecisiete sílabas por completo irreverentes: los lugares comunes de la ventura y el infortunio humanos, la religión, el sexo, la política y hasta la apicultura. Nadie está a salvo de este humor minimalista, insólito. ¿Qué más habría que decir? La risa es un don, una sorpresa deleitable, por más que sus raíces se nutran con frecuencia del descalabro del prójimo. Como todos los humoristas, doña Josefina López Linares no se toma la vida tan en serio. O quizá sea lo contrario: porque la toma —justamente— en serio, sabe dejar que sus enmarañadas órbitas sigan girando en infinita libertad. El relámpago, la gracia de la risa, son recompensa suficiente.
Enrique Servín