CUIDO UN TESORO MÁS VALIOSO que el oro o las joyas preciosas. Protejo una gran biblioteca que contiene en su interior libros tan lejanos que provienen de Alejandría, Persépolis y Egipto. Son viejos, amarillos y roídos por el devenir del tiempo; no así lo que contienen. Su letra, muerta, revive con el espíritu del lector. Cada año aumenta y lo cierto es que ya es infinita. No me atrevo a contarlos porque nadie tampoco cuenta la arena del desierto. He leído en mis tiempos de ocio algunas de sus historias. Supe de Alejandro y de Ciro, de un Dios que se hizo hombre y un hombre que por amor a su tierra se aventuró en mares tempestuosos.
Mi labor, además de ser su guardián, es mantener el orden en un lugar que ciertamente por tanta historia podría desembocar en caos. En algunos recovecos se esconden los roedores. Antes los perseguía, ahora entiendo que ellos también forman parte de la gran biblioteca. Por la noche, un vigilante nocturno les genera miedo; él, como yo nunca lo haría, los caza como alimento. Huye cuando advierte de mi presencia. He tratado de ganar su amistad sin éxito.
El lugar es lúgubre, los estantes son tan altos que las copas de los pinos se divisan menores; en su interior, se percibe una inquietante paz. El aire denso provoca salir; sin embargo, la sabiduría que contiene en su interior amerita contener la respiración. Se dice que en Creta existe una biblioteca similar, infinita, y que su guardián es igual a mí. Yo no lo creo, pero jamás he podido apartarme de mi labor. Gustoso me reclino en un taburete y leo deseoso otro libro. Los pasillos por la noche provocan temor; yo, que llevo toda la vida en aquel lugar, ciertamente prefiero mantenerme en mi lecho hasta que llega la luz. Por la mañana el sol clarea los pasillos y descubro a los visitantes; ellos, al verme, huyen despavoridos. Alguna vez escuché de un joven decir que mi rostro le recuerda al extinto uro. Ese nombre lo he tratado de buscar en tantos libros para saber de quién se trata. Mi labor ha sido infructuosa.
Luego lo olvidó y regresó a las historias. Me divierto leyendo. Juego a que soy esos personajes. Una vez, leyendo la vida de Alejandro, inventé —o recordé— que se perdió en las densas estepas. Por años buscó su hogar y sobre todo a su ejército. No lo encontró. Se alimentó de fieras salvajes hasta que en una noche fue capturado por hombres amarillos. Lo obligaron a luchar; él, siendo un guerrero, recordó las hazañas de su juventud. Pronto se convirtió en su general y combatió férreamente cerca de una gran muralla. Fue herido por una flecha. En la madrugada perdió la vida. Su último sueño fue con Aquiles, lo invitaba a tomar la mano de una sombra. Cuando se quitó la capucha supo de quién se trataba: Hefestión. En el lecho de muerte pronunció estas palabras: “yo soy Alejandro Bicorne, quien unió Oriente y Occidente”. Murió feliz. Entonces supieron la verdad. Se le honró con juegos funerarios que duraron semanas. Luego, por la mañana de un domingo, fue llevado a Babilonia. En el camino su cuerpo fue robado por saqueadores. Jamás se supo dónde lo enterraron.
Luego me aburro y cambio la historia por la tarde. Alejandro murió. Tres días después venció la muerte. Se incorporó en dirección a Macedonia. En el camino conjeturó: “toda mi vida la dediqué a la guerra”.
Se detuvo en un bosque que le brindó paz. Construyó una pequeña choza y por la noche salió a cazar. Siendo un guerrero, pronto atrapó un corzo que dispuso para la cena. Con el tiempo ese pequeño bosque lo convirtió en su hogar. Anhelaba la paz, ya no la guerra. Aprendió el oficio de la agricultura y la domesticación de animales. Por las noches soñaba con Hefestión. Pensaba que si él, Alejandro, le pudo ganar a la muerte, harto más fácil sería para Hefestión, diestro en armas y estratagemas. Eso lo llevó todos los días a esperarlo. El amor, su amor, sería la guía para que pudiera hallarlo.
Cada mañana subía a la cúspide de la montaña y divisaba el horizonte para tener noticias suyas. No había más que desolación y olvido. Planeó morir de nueva cuenta para reencontrarse con Hefestión en el inframundo y ayudarlo a salir de esa prisión. Recordó a su maestro Aristóteles que un día le confesó que el amor puede superar incluso la muerte; Alejandro, sorprendido, no podía creer lo que su maestro, un gran científico y filósofo, decía sobre el amor. Jamás pensó recibir de Aristóteles un consejo plagado de esperanza. Y sin embargo estaba dispuesto a morir por segunda ocasión para recuperar a Hefestión.
Pensó arrojarse de la montaña o ahogarse en el lago, pero no quería convertir su segunda muerte en algo pueril e insignificante. Ante todo, era Alejandro Magno, el conquistador del mundo. Decidió pues buscar al león de montaña y enfrentarse cuerpo a cuerpo. Sabedor de la fuerza y poder del felino solo sería cuestión de tiempo para que Alejandro muriera en sus fauces.
En bosques y ciénagas lo buscó. Fue a hallarlo en una cueva inextricable. Luchó contra el león, queriendo en todo momento perder. Fue herido en el costado derecho cuando una lanza asestó en su rival que rugía del dolor. La sombra paulatinamente se acercó a Alejandro. Cuando curaba su herida, le confesó:
—Alejandro, noble amor mío, llevo años buscándote. El Dios desconocido me dijo que buscara al felino de la montaña y que por añadidura encontraría el amor de nueva cuenta. Y mira, no cabe duda que jugamos los destinos que nos ponen los dioses.
Alejandro lloró como nunca en su vida lo había hecho. Lo abrazó con toda su fuerza, queriendo unir sus cuerpos para jamás volverse a separar. Ya un poco más tranquilo, con el sollozo todavía en la voz, respondió:
—Amor, mi vida, mi caro tesoro, justo buscaba la muerte en las fauces del león para encontrarme contigo en las tierras de Hades. Dios dispuso que nuestro amor volviera a unirse. Lo juro, la grandeza que busqué toda mi vida no residía en palacios ni coronas de oro ni siquiera en la conquista, estuvo siempre en ti. Desde aquella primera vez que me vi reflejado en tus ojos en el palacio de Pela, supe que era de ti. Eres mi fuerza y mi vida, noble Hefestión.
La noche les llegó en la montaña; Alejandro, herido, dormía feliz en el refugio de los brazos de Hefestión. El fuego de la hoguera les dotaba ciertamente de matices divinos. Hefestión le besó la frente al noble Alejandro cuando juró jamás separarse de él. “Ni mil muertes me alejarán jamás de ti, amor”, susurró. Luego durmió arropado, velando los sueños de Alejandro que, huelga decirlo, también son los suyos.
Pienso luego, será mejor dejar a los muertos en paz. Sucede que borro de mi memoria la historia, como la ola borra los grabados de la arena. Entonces me dispongo a dormir. Sueño. Conjeturo ideas.
Alejandro se dispone a reinventar la historia. Toma un libro, su Ilíada, y se la obsequia como el caro tesoro a Bagoas. Luego lo libera. “Ve en busca de tu felicidad”, le dice. Entonces Bagoas se reclina hasta que su frente toca el suelo. Dice:
—Mi felicidad está contigo, noble Alejandro.
¿Acaso no te has dado cuenta del profundo amor que siento por ti?
Alejandro se ruboriza. Ama, con la misma pasión a Hefestión y Bagoas. “Qué complicado es el ser humano”, medita. Luego, ya más tranquilo, llama a sus heraldos para que preparen un festín. Celebrarán las bodas de Alejandro. “Una unión de tres”, dice. Mis dos grandes amores que también son los otros Alejandros.
A Hefestión le llega tan terrible noticia. No pretende compartir el amor de Alejandro. Algún día escuchó que el amor es eterno. Se dispone entonces llevarlo a otro plano. Toma ese vino agrio. Esa pócima conseguida para algún día verterla sobre los enemigos. Muere instantes después. Alejandro, cuando se entera de la calamidad, se vuelve loco. Mata a los médicos reales y acuchilla a los pajes y guardianes de Hefestión.
—¡No pudieron protegerlo! —les dice blasfemando.
Del temor, Bagoas huye. Todos saben del odio exacerbado que sentía por el amante preferido, al menos es lo que se oye en los pasillos. Los guardias lo alcanzan fuera de la ciudad. Lo traen hasta Alejandro. Entre golpes piden que confiese su crimen; Alejandro, atormentado por la pena, no oye la súplica de Bagoas. Lo torturan con puntas y hierro caliente. Lo deforman. Lo laceran.
—No fui yo, Alejandro. Jamás me atrevería a hacerle daño al amor de tu vida. ¡Créeme!
Se lo llevan del palacio. Esa noche los soldados se divierten con aquel muchacho persa. Por la mañana lo empalan. Por el dolor, Alejandro no supo del destino del amante.
Tres días después, se ordenan los mejores honores funerarios para Hefestión. Alejandro sigue atormentado, las Furias no lo dejan en paz. “Has tenido la culpa de la muerte de tus amantes”, le dicen en la mente.
Alejandro, para olvidar sus pensamientos, toma vino todos los días. Se mantiene ebrio por el dolor. Solo así logra soportar tal pérdida.
Ya no es el dios Iskaner, es un vulgar alcohólico. Apenas si se baña. Su belleza radiante se ha perdido; sus músculos, difuminados. La mirada de rapaz ahora es opaca y el dorado de su cabello tiene destellos de plata y cristal. Desea la muerte. Ésta llega por compasión, recuerda que algún día el valiente Alejandro superó a todos los héroes del mito.
El claro de la mañana me despierta. Abro los ojos y olvido mis sueños. Entonces continúo mi labor. Acomodó los libros que dejaron aquellos visitantes. Junto a un aljibe descanso. Bebo agua. Escucho que algunos siguen entre los pasillos. Corro a su encuentro y sin embargo al abrazarlos mueren. Quiero contarles mis ideas, pero me temen.
Maldigo mi suerte. Es la primera ocasión que pienso en quemar la biblioteca. Me detengo porque en las estrellas está escrito que pertenece a Dios al igual que yo, quizá sea uno de sus atributos.
En la tradición judeocristiana se dice que somos hechura de Dios. Somos su aliento y en nosotros se regocija. Aquel Dios que se hizo persona nos salvó de la muerte. Por eso soy eterno. Me reinvento con cada soplido del viento. Algunas veces en pastos y otras tantas en depredadores que arrancan la vida.
Ahora soy el guardián de esta biblioteca, más pronto seré un ave que surque los cielos. Ya no quiero estar encerrado. Luego pienso que cuando fui libre y corría en las estepas añoré saber leer y tener una torre infinita de conocimiento. Por eso acepto mi destino, que es el destino de todas las criaturas.
———–

Israel Rosey es abogado y escritor mexicano. Asiduo lector de la literatura clásica. El destino, inescrutable, lo llevó al camino de las leyes. Licenciado en derecho, con máster en Derecho y especialidad en Derechos Humanos, ambas con mención honorífica. Actualmente cursa el doctorado en Administración Pública. Profesor humanista de la Facultad de Derecho de la UNAM. Servidor público en la Cámara de Senadores. Como Juan Rulfo, tiene una necesidad por escribir. Ha colaborado en la redacción de libros, proyectos de iniciativa de ley y artículos periodísticos. Su primer libro, El bosque de las sombras, es un compendio de cuentos de literatura fantástica.

