El hombre vulgar espera lo bueno o lo malo del exterior,
el hombre que piensa lo espera de sí mismo.
Antón Chéjov
Hace algunos años, una noticia en el periódico español El País (Marcos, 2020) y otros periódicos, además de sitios digitales, sobre un libro cuya nomenclatura resulta ocioso citar (omito el nombre del escritor, pues hacerlo sería darle publicidad a quien ha buscado colgarse de la fama del aducido), atrajo la atención de millones de seguidores del artista español al que hace referencia el libelo en cuestión.
El artista volvió renovado con un álbum con nuevos nuevos éxitos y nueva lírica de sus composiciones, y se mantiene en el gusto de millones de seguidores en todo el mundo.
Resulta lícito rememorar que, en los artículos citados sobre el libelo que vio la luz en diversos medios, se argumentaba que el núcleo principal del texto versaba sobre un posible plagio en algunas canciones compuestas por el zaragozano Enrique Bunbury a lo largo de su trayectoria, ya que no se citaban referencias de autores, principalmente literatos, que han escrito versos análogos. La dialéctica siempre será confortante, pero solo cuando no existe un sesgo detrás o cuando hay elementos que hacen viable llevarla a la praxis. Incluso el artista ibérico lo ha expresado, señalando que su lucha es contra todo aquel que diga lo mismo que él. Ya Lacan lo expresó poéticamente: si usted ha comprendido, seguramente está equivocado.
¿Por qué Slavoj Žižek o Byung-Chul Han no han sido acusados abiertamente de plagio? ¿No son sus elucubraciones una lectura de Lacan, Nietzsche, Hegel o Freud? Bien lo ha dicho Lacan en aquella inolvidable entrevista en Roma: la filosofía hace mucho que no dice nada nuevo (Granzotto, 1974). La respuesta es sencilla: estos pensadores, comparados con los rockstars de la filosofía, han pasado por la ortodoxia de la academia.
Hace algunos años, cuando leía Batman (Mora R. G., 2018), tuve que referenciar al propio Žižek y al doctor Martínez. A pesar de que mi análisis nada tenía que ver con lo expuesto por ellos en el artículo del esloveno y en el libro de Martínez Escárcega, el rigor académico exige someterse a sus reglas, del mismo modo en que Bunbury ha llamado poéticamente a esto una “ceremonia de la confusión”. Enrique lo sentenció hace tiempo: antes que nosotros, lo dijeron otros mejor (1999).
Analicemos las palabras atribuidas al maestro Kung: “Así todo va fluyendo como este río, sin parar, día y noche” (1987, pág. 67), y las expresadas por Heráclito, casi contemporáneas y sin posibilidad de influencia mutua: el oriundo de Éfeso arguye que no se puede bañar dos veces en el mismo río, pues ni el río ni el hombre son los mismos (1995).
Hace algunos años apareció la primera edición de un libro escrito en colaboración con mi hermano Luis (2018). Dicho sea de paso, este texto es un proyecto ambicioso, dado que la lírica del legado Bunburyano es muy prolífica y siempre quedaremos a deber, por lo que es probable que hagamos al menos unas cinco ediciones más en los años por venir, o quizá solo quede en proyecto; eso solo el tiempo lo habrá de decidir. En este escrito hacemos referencia a las influencias del propio Enrique al realizar sus letras, como se puede verificar en el capítulo De Bukowski a Tolstói (2018), y, dicho sea de paso, ha sido ya expuesto en Poetripiados.
Cierto es que, para un académico, en cualquier ensayo o trabajo de investigación es menester someterse a las rigurosas reglas de la academia —para muestra, el botón de los filósofos mencionados con antelación—, a los designios de los revisores y censores de estas imposiciones academicistas que se han vuelto tan ortodoxas. Mas no podemos imaginarnos a un compositor musical sometiéndose a dichos cánones, menos aún cuando estas frases cobran vida propia en el contexto donde se desarrolla la lírica de las melodías y en la simbiosis intrínseca con la música, así como, en muchas ocasiones, con los videoclips oficiales —para muestra, el excelso video que acompaña el single de Para llegar hasta aquí, recientemente aparecido— y también los no oficiales, donde el público enmarca estas obras con una visión personal.
Bastaría recordar la excelsa novela de Liev Tolstói La sonata de Kreutzer (2012), donde el genio ruso describe a la perfección el impacto psíquico y las consecuencias propias que tienen las melodías en la vida anímica de los sujetos. Haciendo alusión a la pieza homónima de Beethoven —cuyas composiciones, dada la época, se centraban solo en lo musical—, esta evolución ha transitado hasta nuestros días en la vastedad de corrientes musicales existentes. Al ser esta música “popular”, generalmente está acompañada de elementos líricos, como es el caso del artista al que se hace alusión, y es de explorado conocimiento su alcance literario de proporciones colosales alrededor del orbe.
Sería insensato exigir que cada vez que se utilice una metáfora o alegoría se deba buscar una fuente anterior para dar crédito al poeta, escritor, científico o filósofo. Remitámonos, solo como ejemplo de lo disparatado de esta idea academicista, al Vaisseau favorisé par un grand aquilón (1962, pág. 42) del motejado poeta maldito Charles Baudelaire, cuya traducción ha sido “bajel favorecido por un fuerte aquilón” o “navío favorecido por un gran aquilón”. ¿Sería necesario que cada vez que se hiciera referencia a un galeón, barco, buque o embarcación favorecido por un fuerte viento o por un impetuoso cierzo se deba citar al poeta? ¿O que, en caso de omitir hacerlo, pueda ser considerado un plagio, siempre y cuando se recuerde dónde se leyó? Indagar en los millones de libros que nos ha legado la humanidad haría impracticable semejante exigencia.
Thomas de Quincey es, sin lugar a dudas, uno de los grandes escritores de todos los tiempos, con una influencia innegable en autores de la talla de Baudelaire, Edgar Allan Poe o, en América Latina, el propio Jorge Luis Borges. Podemos encontrar en su obra palabras que, en un contexto actual, podrían poner en tela de juicio su inteligencia o hacerlo blanco de quienes, en la era posmoderna, lo catalogarían como un pseudo intelectual, echándolo a la hoguera de los inquisidores de las formas. “Mientras escribo estas líneas, al igual que Salmasius, no tengo a mi lado los libros necesarios para corroborar ciertas cosas. Las referencias las hago desde mi experiencia de cuarenta años como lector” (2012, pág. 17).
Quienes han pasado por la ortodoxia de los procesos de investigación, ya sea para una tesis, un simple artículo o incluso la escritura de una obra literaria en el género del ensayo, entenderán cómo, aun con una memoria enciclopédica, a veces la idea se difumina por la necesidad de buscar la referencia y la cita textual en los archivos de sus propias bibliotecas o en los recursos a su alcance.
Así pues, los versos, las metáforas, los aforismos, las sentencias, los sonetos, las odas, los cantos, las rimas o la misma prosa forman parte de un todo en una obra mayor. En el caso de la música contemporánea, es claro que la lírica es simbiótica con los acordes; cada melodía forma parte de una obra principal, llamada álbum.
Absurdo sería también señalar de plagio el nombre del álbum grabado para MTV, denominado El libro de las mutaciones, cuya correlación con el I Ching (1987) es evidente. Dicho sea de paso, esta obra fue rescatada por Richard Wilhelm en una versión del chino al alemán, cuyo texto es quizá el más antiguo del que la humanidad tenga constancia, bajo su nombre I Ching, das Buch der Wandlungen. A su vez, esta referencia es una mera analogía derivada del innegable interés documentado de Enrique por el pensamiento oriental, cuando el artista llega a grabar esta obra con una mezcla de sonidos característica de los MTV Unplugged.
Igual de insensato y pueril resultaría acusar de plagio a Donatien, Marqués de Sade, por la estructura de Los 120 días de Sodoma (2017) —en francés Les 120 journées de Sodome—, ya que la trama se desarrolla en jornadas, al igual que en el Decamerón (Boccaccio, 1965), aunque en un menor número de días. Ciertamente, la estructura es similar; incluso ambas obras gozan de ser rupturistas en su época. La narración italiana fue censurada por la Santa Inquisición, mientras que la obra del marqués ha pasado por cuitas similares. Sin embargo, el engranaje y la trama cobran vida propia en la narración de Sade.
En este contexto, y a fin de elucidar mayormente los argumentos iniciales, tomaremos como objeto de análisis una obra de carácter dual: El tiempo de las cerezas (2006). En este álbum, en dupla con Nacho Vegas, Enrique juega sus cartas, por lo que es necesario analizar el contexto en que fue realizado. Parte sustancial de la experiencia de esta travesía, expuesta tanto por Enrique como por Vegas, la recoge el periódico La Jornada en un excelente artículo derivado de una entrevista ofrecida por la disquera (Caballero, 2006).
Vegas dice poéticamente: “Escribir canciones es una forma de conocerse a uno mismo y comprender lo que sucede alrededor, así como, a la par, se ponen de manifiesto los miedos y obsesiones, que a veces no son fáciles de reconocer”. Por su parte, Enrique señala ese carácter que nunca ha negado en sus composiciones y que quienes hemos seguido su meteórica carrera —no libre de altibajos— sabemos o tenemos esa idea de sus influencias al momento de componer. Bunbury lo expresa de esta manera: “Hace poco escribí cuatro seguidas. Hay pequeñas chispas en la lectura del periódico o leyendo un poemario… De repente, hay una pequeña chispa que me impulsa a tomar la guitarra y hacer una canción. Estoy muy atento a cualquier cosa que ocurra”.
Es necesario recordar, tal como también lo cita Enrique en otra entrevista (G., 2006), que la relación con Vegas surgió cuando este sirvió de telonero con su banda Manta Ray en la gira de Radikal Sonora. Tales momentos fueron de gran aprendizaje para Enrique, dado que fue como comenzar casi de cero, y cuyas peripecias muchos de sus seguidores conocemos, incluso la misma posibilidad de abandonar la escena musical de no haber renacido de las cenizas, cual ave fénix, con el éxito de Pequeño y el aún más contundente de su álbum Flamingos.
También es lícito mencionar que el citado álbum fue posterior a la gira de Freak Show, donde Nacho Vegas formó parte junto a un consolidado grupo de artistas reconocidos. Por ello, emprender nuevamente una empresa arriesgada al lado de Nacho significaba abandonar ese jardín de los cerezos en las proximidades del otoñal octubre para que fuera podado.
Igualmente se hace justo referenciar que, al ser cuestionado Enrique sobre el porqué del nombre de este álbum, argumenta: “Insistió Nacho. Es una reflexión sobre la propia profesión. Por qué escribes una canción o por qué dejarías de hacerlo. Ese tiempo maravilloso en el que te sientes inspirado y que tiene su fin” (2006), a lo que, paradójicamente, es Enrique quien compone la melodía homónima del álbum.
Siendo ambos artistas demasiado agudos en sus composiciones, no es difícil, aunque tampoco sencillo, inferir que dicho título tiene relación con la obra teatral escrita por el escritor ruso Antón Paulovich Chéjov, conocida en español generalmente como El jardín de los cerezos (1982). En la obra, el sitio de estos apetitosos frutos juega un rol primordial, podría decirse que es el papel principal en torno al que gira toda una entelequia, algo análogo a una de las deducciones a las que llega el psicoanalista francés Jacques Lacan en su semanario La carta robada (2009).
En este, la carta —y no los personajes del cuento de Poe— es el elemento principal; más elemental aún que la sagacidad de Dupin, las cuitas de la reina o las pretensiones del ministro. Así pues, con base en la carta como elemento simbólico se desarrolla la trama y se realiza un ejercicio escópico del argumento del relato. Análogamente, en la narración de Chéjov, los diálogos y la trama giran en torno al jardín de los cerezos, así como en el álbum al que hacemos referencia, el cual funge como el elemento fundamental del orden simbólico en el que giran las composiciones que, en su conjunto, forman esta obra. No por ello, sin embargo, son una copia o un plagio de la excelsa narrativa del ruso.
Analicemos superficialmente la letra escrita por Bunbury a manera de cierre de esta breve arenga, derivada de la banalidad de quien quiso hacerse notar bajo la sombra de un gran artista como lo es Enrique, al escribir el libelo de un “método” basado en especulaciones tan subjetivas y con la ortodoxia propia del academicismo.
«Es momento de ir/yéndose poco a poco/el tiempo de las cerezas/nunca llega a noviembre» (2006, pista 9, Cd 2).
La familia en el relato de Chéjov no quiere abandonar la finca, pero mucho menos el jardín donde han pasado los mejores momentos de su vida. Sin embargo, debido a la cantidad de deudas, saben de forma inconsciente que las posibilidades de retener la hacienda son nulas. Es el jardín lo que alimenta esta nostalgia, dado que la propuesta para salvar la finca lleva aparejada la destrucción de los cerezos. La hacienda podría permanecer prácticamente intacta; solo debería ser destruido el precioso y adorado jardín. Así, estos van despidiéndose poco a poco. El jardín seguirá existiendo, aunque no físicamente, sí simbólicamente para ellos.
Para Enrique, esto podría marcar la despedida de su época con El Huracán Ambulante. Este disco, donde ya no participó la banda que lo acompañó por muchos años en su despliegue como artista en solitario, era un simbólico jardín de los cerezos que llegaría a su fin. Prueba de ello es quizá la misma sentencia en la melodía en cuestión: «Y estar loco por solo, o solo por loco».
Me permito en esta parte realizar una reseña desde nuestro empirismo. Mis hermanos y un servidor crecimos en un barrio, en casas de interés social. Al ser nuestra madre mujer de campo, sembró en el pequeño terreno de estas edificaciones una higuera. Bajo esta higuera pasamos los mejores momentos de nuestra infancia y adolescencia. Este frondoso árbol hace las veces de jardín de los cerezos, no solo para los cuatro hermanos que radicamos ahí o para mi propia madre, sino que, al ser este sitio el punto de reunión tanto para juegos en la infancia como para departir bajo efectos báquicos en la adolescencia y edad adulta, se convirtió en un árbol simbólico para gran parte del barrio. Incluso para quienes no avecindaban pero acudían con asiduidad a este pequeño pero icónico espacio.
Esa higuera es nuestro jardín de los cerezos, que, para nuestra fortuna, aún tiene presencia física. Así como en nuestro caso, para la gran mayoría existen lugares, objetos y elementos que simbólicamente representan sus propios jardines de cerezos. Ciertamente, el tiempo de estos nunca llegará a noviembre. Noviembre también será simbólico en relación con el momento en que algo termina, en el instante mismo en que llega a su fin y solo reposa en la memoria de los involucrados.
Para alguien será un vehículo, para otros una discoteca, un bar, la misma escuela que tiene, de forma inherente, un lapso de vida que no podremos prolongar. Por ello, no resulta para nada baladí el hecho de que, durante una reunión de excompañeros, la relatividad del tiempo sea tan evidente y la charla se centre en las reseñas de las remembranzas propias.
Es quizá solo esta parte de la melodía donde se encuentra cierta similitud con el relato del ruso; la demás extensión de la letra hace referencia más a ciertos desvaríos de índole amoroso, al parecer. Aunque siempre hay destellos inconscientes en las letras de las melodías, estas son un contenido manifiesto que puede llevar a muchos lados o conclusiones si se somete a un análisis, mejor aún si se aplica un psicoanálisis con quien escribe.
Por otro lado, todo el disco en su conjunto lleva un hilo conductor que referencia esa nostalgia propia que sentencia Chéjov en la multimencionada obra.
Con lo anteriormente expuesto —como lo dicen coloquialmente los abogados mexicanos—, existen elementos que tienden a darnos la razón en cómo las composiciones bunburyanas contienen una amalgama de elementos de toda índole, cómo confluyen los elementos de lo real, lo simbólico y lo imaginario, expuestos como la estructura psíquica por Lacan, y cómo no cabría lugar para el plagio ni ninguna aseveración de esta naturaleza.
Mucho menos aún en un arte que no es meramente literario, sino multifactorial, como el caso de la música y sus propias composiciones. No es para nada baladí lo expuesto por el afamado director de cine Quentin Tarantino, donde uno de los elementos principales se refiere a hacer la escena solo de escuchar la música. En un análisis de su filmografía lo citan de esta manera:
«En varias ocasiones, Tarantino ha declarado que cada escena nace en su cabeza con la música ya asociada, lo que hace de su cine una experiencia completa en la que cada pieza encaja perfectamente en el engranaje» (2018).
Sería equivalente a decir que Tarantino plagió una escena de una canción de Neil Diamond. Para ello, siempre habrá “pequeños catecismos, para onanistas de abadía”.
En el caso de la música, muchas veces las palabras darán paso a los sonidos y viceversa. No es el mismo Annabel Lee de Edgar Allan Poe que el de Radio Futura, como tampoco lo será el de Radio Futura al interpretado por Enrique Bunbury.
Ya lo escribió Borges: Pierre Menard es autor del Quijote (2010), o la alegoría al preludio de la obra de Nasio: “Intentemos decir lo que ya se dijo y tendremos la suerte, quizás, de decir algo nuevo” (1999, pág. 14).
Trabajos citados
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