Por momentos, pareciera que la historia insiste en repetirse, como si no bastaran las guerras del pasado, las intervenciones disfrazadas, las sonrisas diplomáticas que esconden la daga bajo el saco. Ronald Johnson, coronel retirado, exoficial de la CIA y actual embajador de Estados Unidos en México, llegó al país envuelto en una bandera tejida con espionaje, operaciones especiales y la marca indeleble de una guerra que no es nuestra pero que nos salpica desde hace siglos.
No es la primera vez que los gobiernos de Washington colocan en México a figuras que no son diplomáticos, sino estrategas. En tiempos de tensión, cuando la izquierda avanza en América Latina, ellos mandan soldados con traje y corbata. Y no es coincidencia que el nuevo embajador haya tenido su primer acercamiento no con el gobierno legítimamente electo, no con la presidenta Claudia Sheinbaum, sino con Eduardo Verástegui, ese personaje de la ultraderecha mexicana que representa a nadie pero actúa como si hablara por todos.
La escena es casi de novela: un hombre con pasado en la comunidad de inteligencia, especializado en lucha antiterrorista y manipulación regional, sentado a la mesa con un activista conservador que sueña con un México regresivo, autoritario, envuelto en moralismos y vetos. “Mi hermano”, lo llama Johnson, y esa palabra resuena con un eco que atraviesa las paredes de la diplomacia y golpea con fuerza las ventanas de la soberanía. ¿Con quién vino a hablar realmente el embajador? ¿Con la representación legítima de un país plural, o con un emisario de los fantasmas que aún viven en las sombras del patio trasero?
Que un hombre como Johnson, moldeado en las entrañas de la CIA y de las fuerzas especiales, haya sido asignado a México en pleno proceso de consolidación de la Cuarta Transformación, no es un hecho menor. Habla mucho de las intenciones de Donald Trump, el verdadero titiritero detrás de este nombramiento. Es un mensaje cifrado, pero no muy difícil de descifrar: buscan fisuras, quieren sembrar dudas, probar cuán frágil es la cohesión de la izquierda mexicana. Están tanteando el terreno, midiendo la temperatura de una nación que ha decidido emanciparse, no con armas, sino con reformas profundas.
Lo más inquietante de este arribo no es su currículo militar, sino el modo en que el embajador eligió presentarse ante el país. Su visita a la Basílica de Guadalupe puede parecer un gesto inocente, pero en el ajedrez de la geopolítica los símbolos valen tanto como las armas. Luego vino la cena con Verástegui, adornada con bendiciones y aplausos de un público que aplaude la idea de retroceder décadas en libertades, derechos y justicia social.
Y entonces, solo después de esta gira paralela, llegó finalmente a Palacio Nacional, como si la presidenta Sheinbaum no fuera su prioridad sino un trámite. Pero en esa escena tardía está la clave de nuestra dignidad. México no es el escenario de una guerra fría reciclada ni la pista de pruebas de experimentos intervencionistas. Y si Johnson vino a jugar ese juego, encontrará una nación que ya no se arrodilla ni acepta las reglas impuestas desde afuera.
Claudia Sheinbaum representa un proyecto de país distinto. Su liderazgo no nace de los pactos del poder empresarial ni de los designios de embajadas extranjeras. Por eso incomoda. Por eso la visitan después, como quien no quiere validar pero sabe que debe hacerlo.
El nombramiento de Johnson es más que un gesto diplomático, es una señal de alerta. Estados Unidos, bajo la mirada de Trump, no está dispuesto a perder el control simbólico y estratégico de un México que se atreve a pensarse por sí mismo. Pero los tiempos han cambiado. Y aunque los embajadores traigan medallas de guerra y crucen la frontera con sonrisas bíblicas, aquí los recibimos con memoria, con historia, con la certeza de que ya no somos súbditos, sino dueños de nuestro destino.