1.
Todo se fue a la mierda en siete escopetazos.
Era difícil errarle adentro de una avioneta por más que el viento la sacudiera. Pero Zambrano lo hizo. Pajeó la Ithaca, buscó el pecho de Keegan y disparó. Los perdigones mordisquearon un brazo y los ladrillos de merca sin cortar empaquetados en el fondo del Cessna.
Lucero, el piloto, palanqueó del cagazo y el segundo disparo terminó en el fuselaje. Los dos metros de Keegan se le vinieron encima a Zambrano, que quiso esquivarlo y tropezó. Un tercer corchazo reventó más falopa. Usó la escopeta para trabar las manos que le buscaban el cuello. Recargó, como pudo. Trató de apuntarlo. Keegan le hizo girar el caño, la culata se le hundió en el pecho y la cuarta perdigonada se escapó, resquebrajando el parabrisas. Las nubes de tormenta y el cielo petróleo se pixelaron. El retroceso de la 12/70 le astilló una costilla a Zambrano. El dolor subió. Codo. Mano. La Ithaca se le escurrió de los dedos.
Keegan se olvidó del buraco en el brazo y ni siquiera vio que la escopeta le pasaba al lado. Perro ciego, anestesiado por el deseo de supervivencia, le buscó el cogote. La sangre le bajaba desde el tarascón de perdigones y era un sexto dedo que atenazaba la garganta de Zambrano. Toses. Merca flotando. Los comandos chispeaban. Gruñidos. Zambrano intentó sacarse los garfios del cuello mientras veía que el archipiélago de sangre en la musculosa blanca de Keegan se le nublaba. Le dio un rodillazo en los huevos y se lo sacó de encima. Fue a buscar la Ithaca, pero la avioneta viboreó y sus dedos no llegaron a agarrarla. Varios ladrillos sueltos les pasaron por arriba.
La neblina de falopa había desaparecido en el humo negro que llegaba desde la cabina y comía todo. Algo golpeó el pie de Keegan. Se agachó y manoteó la escopeta. Zambrano buscó el caño con las manos y lo encontró con la panza. El sexto ithacazo le reventó el estómago. El séptimo, y último, terminó de desarmarlo y abrió las puertas del Cessna. El vacío tragó a Zambrano y un par de ladrillos lo siguieron. Las tripas se fueron desenrollando como un paracaídas fallido.
El humo negro inundaba todo, se chupaba la avioneta desde la trompa. Lucero pegó el grito.
—Cerrá las puertas, la puta madre.
Con el brazo sano y la escopeta, Keegan consiguió trabarlas a medias. El viento que se filtraba por el hueco levantaba tornados blancos en el interior.
Lucero ni trató de entender qué había pasado ahí atrás. A él no le pagaban para eso, le garpaban para llevar la falopa, para pilotear. Y punto. Pero los controles no le respondían. Le entró la duda de qué hacer, cómo zafar, qué tocar.
De lo que estaba seguro era de que cuando todo se va al carajo uno piensa en una mujer. Porque sin importar en qué tuviera fe —un pedazo de tela roja, una estampita o un rosario—, cuando las cosas se salían de control, antes de pedirle a alguien que todo estuviera bien, deseaba que no le pasara nada a Juliana.
Se le vino la imagen de un saquito de té, el agua hirviendo dándole de lleno. El primero para ella, más fuerte, el otro para él.
Un saquito de té. No mucho más. A eso quería volver.
Tocó botones. Palanqueó. Puteó. Bastante. Las luces de los controles se prendieron y apagaron como un árbol de navidad. La merca que flotaba les dormía la jeta. La avioneta continuaba bajando. Se balanceaba. La escopeta se zafó. Las puertas aleteaban como un pájaro estaqueado intentando volar.
Keegan casi se fue a la mierda tratando de cerrarlas. Vio los ladrillos caer, alejarse y achicarse, levantar nubes de polvo en la tierra, desaparecer en el monte, aterrizar en la caja de una camioneta en un rancho perdido y se acordó de una película de bombarderos de la segunda guerra. Ciudades arrasadas con bombas de quinientos kilos. Sintió esas explosiones en la espalda.
La avioneta descendía, los objetos se agrandaban al acercarse, tomaban dimensión, los puntos se hicieron árboles, y no tardarían en separarse en ramas, hojas y tierra. Keegan dejó de luchar con las puertas y se acostó contra los ladrillos, con los brazos extendidos. Frenó los que pudo, a otros los miró escaparse, rodar y perderse. Un reloj de cocaína que se iba vaciando. El de sus vidas.
Lucero se rindió también. La palanca era un rosario en las manos de un ateo. Volvió a pensar en Juliana. Sí. Así era. Cuando todo se pudre uno piensa en su mina, porque el único cielo que existe es ese en que ellas nos guardan.
El único que le quedó cuando la avioneta se estrelló contra la tierra.
2.
Ya no volvería a dormirse.
El viejo lo sabía, pero seguía en la cama, despierto desde antes de que amaneciera. No era el colchón duro y con varios resortes afuera. Ni la cadena del baño que llevaba meses perdiendo. Tampoco la humedad o el frío que le recordaban cada hueso roto, esos que le decían que iba a llover sin necesidad de ver la tormenta. No. Era algo más.
Después de dar vueltas y vueltas, aceptó que tenía que levantarse. Así empezaba siempre sus días. Aceptando. Que ya no iba a volver a dormirse. Que hoy todo le iba a doler menos que mañana. Que su apellido, hacía tiempo, era Reiser y no ese con el que había nacido.
Más que aceptar, se resignaba.
Se incorporó despacio. Abrió y cerró las manos, agarrotadas. Observó en el dorso las cicatrices que el tiempo había achicado, pero que seguían ahí, ahora camufladas por las arrugas que las habían incorporado a su tejido. No estaba seguro si esas cicatrices habían sido las terceras o las cuartas que le habían hecho. Corrió mucha sangre desde entonces. La primera apareció cuando tenía diez años. Apendicitis. Después hubo un cuchillazo, un tajo más rústico en la espalda, otro en la panza. Recordaba sí, que vinieron juntas, cortesía del cuchillo de un catalán en un bar en las afueras de Rosario. Trató de desenterrar más el recuerdo, pero su memoria ya era una pala desafilada y con el mango roto. Al menos, en cuanto a cicatrices. Habían poblado su cuerpo como un mapa trazado a mano. Eran tantas que ya ni sabía qué camino había tomado ni a dónde llevaba.
Se vistió a oscuras, la remera abajo, una camisa escocesa, el jean y botas. La gorra al final. Preparó café en la Volturno y la puso al fuego del anafe portátil. La llama salió débil. Tenía que comprar otra garrafa. A través de la ventana sin cortinas, observó su Chevy Apache negra estacionada a un costado, una capa de tierra de una semana cubriéndola, el parabrisas lleno de mosquitos reventados. El cielo de hormigón, a punto de largarse. Sus huesos no le habían mentido. Pensó que iba a necesitar una campera, pero cuando salió sintió que el otoño aún estaba más cerca del verano que del invierno. Caminó hasta el galpón, a unos cincuenta metros detrás de la casa. Ni bien corrió el pasador de la puerta, escuchó el relincho de Barro.
—Buenos días, quejón —dijo.
El caballo salió al galope y se puso a la par de Reiser, que caminó junto a él para indicarle dónde pastar. Lo iba rotando por el terreno, así le habían enseñado.
—Acá.
Le dio una palmada en el lomo. Y le sacó dos hebras de pasto seco de la crin. Para qué. El caballo fue derecho a revolcarse sobre la tierra. Dio un giro sobre sí y se paró. Y volvió a hacer lo mismo. El viejo negó con la cabeza y sonrió. Pensó que a ella le hubiera encantado conocerlo. Siempre había querido vivir en un lugar así.
El vidrio empañado de la ventana le dijo que el café estaba hirviendo.
Entró y apagó la hornalla. Agarró las tres cajas de remedios. Sacó las pastillas de los blísters y las bajó con agua. No usaba ni usaría esos pastilleros de mierda. Era como decir: me falla la presión, el colesterol y también la cabeza.
Se sirvió una taza de café negro. Le gustaba desayunar parado, apoyado contra el marco mirando el terreno, ver cómo el cielo crecía desde la tierra y no era algo separado de ella. No había muchas cosas antes del horizonte. El campo, unos metros de asfalto allá en la ruta, y más campo. Lo único que se levantaba, además del galpón, la Apache y los postes de luz, eran las patas de Barro. El pelaje se volvía cobrizo con el sol, pero ahora era castaño, un castaño antiguo de película setentosa. El caballo movía la cola más que de costumbre, espantando moscas. El viejo recordó la bosta que se acumulaba alrededor. Hacía unos días que no la juntaba. Una puntada lo había doblado y desde entonces esquivaba la tarea.
En un rato, se dijo, cuando se le terminara de despertar el cuerpo, después del ejercicio matutino.
Todas las mañanas recorría su terreno con Barro, nunca arriba de su lomo, sino uno al lado del otro. Le dijeron que se moviera para que no se le atrofiaran los músculos. Para que la edad no se desplomara de una en sus huesos y, en cambio, fuera habitándolo de a poco. Llevaba una piedra en las alforjas del caballo y marcaba con ella el lugar hasta donde lograba llegar. Últimamente, rara vez alcanzaba la piedra del día anterior y tenía que dejar una nueva. Y otra. Pensó que desde el cielo se verían en hilera, como si estuviera dejando un mensaje.
El día anterior, ya exhausto sin llegar a ver siquiera alguna de las piedras, se había apoyado contra el lomo del caballo y le había dicho: Yo no sé si mis gambas están cada vez más débiles o alguien se está llevando las piedras más lejos. Barro bufó, se acercó y le pasó el hocico por los nudillos.
El viejo Reiser estaba cansado de que fuera su cuerpo, y no él, el que dijera basta. Se terminó el café y se prometió que hoy iba a ser él quien dijera basta. Dejó la taza en la pileta. Cerró los ojos y se sonó el cuello.
Fue ahí cuando escuchó el golpe en su camioneta. El rebote en la chapa. Se acercó a la ventana y vio la merca golpeando en su terreno. Los ladrillos blancos caían desde el cielo como si alguien le estuviera bajando los dientes a Dios. No le hizo falta acercarse para saber que no lo eran.
Ese no asomaba el cogote por estas tierras.
La avioneta pasó largando humo, dibujando otra nube negra en el cielo. El viejo la observó alejarse. Chifló dos veces y Barro apareció a su lado. Le calzó las alforjas y juntos empezaron a patear.
Cargó primero el de la caja de la Apache. Encontraron el siguiente ladrillo a unos quinientos metros. Estaba intacto. El viejo lo miró unos segundos. Le sacudió el polvo y descubrió un esténcil negro con el dibujo de un escorpión. El sello de identificación. Lo guardó en la alforja. Les llevó un rato recorrer el terreno. Se fue cruzando todas las piedras que había dejado. Cuando volvieron, el caballo llevaba varios kilos sobre su lomo. Al lado de la Apache, descubrió uno nuevo. En la caída había arrancado el espejito del lado del acompañante. Un poco de merca se había escapado por un tajo.
Acomodó los ladrillos en el tronco que servía de mesa. La merca se le pegó a la punta de los dedos transpirados haciendo brotar las huellas digitales todas tajeadas y deformadas por el cuchillo que llevaba en la cintura. Se la limpió en la camisa. Estaba seguro de que esas cicatrices habían sido las últimas.
Se sentó en la única silla que había. Se sacó la gorra y se pasó la mano por la cabeza afeitada. Sobre el piso, el ladrillo cortado había dejado un rastro. Lo siguió con la vista hasta perderse fuera de su casa.
Volvió a ponerse la gorra y resopló.
Afuera, Barro relinchó para no dejarlo solo.

+++++++
Primeros dos capítulos de la novela El cielo que nos queda (2019), de Nicolás Ferraro, traducida al italiano y al francés. Coeditada en México en 2025 por la editorial Nitro/Press (col. NitroNoir, núm. 44) y la Benemérita Universidad Autónoma de Puebla (col. Necropsia): https://nitro-press.com/9786078805587
Nicolás Ferraro (Buenos Aires, Argentina, 1986). Es autor de las novelas Dogo (2016, finalista del concurso Extremo Negro), Cruz (2017, finalista del Premio Dashiell Hammett), El cielo que nos queda (2019) y Ámbar (2021), con la cual obtuvo el Premio Dashiell Hammett a la mejor novela negra que otorga la Semana Negra de Gijón en 2022. Su obra ha sido publicada en Estados Unidos, México, Francia, Italia, Alemania, Brasil, Argentina y España.
