Hay una nueva costumbre en la oposición mexicana que ya conocemos. Primero llaman a no participar y luego se rasgan las vestiduras por los resultados. Ricardo Anaya y Xóchitl Gálvez, excandidatos presidenciales por el PAN, parecen haberse instalado en la comodidad del comentario post-electoral, como si la democracia se tratara de lanzar frases altisonantes desde la tribuna o la radio, sin asumir responsabilidades.
El 1 de junio se celebró la inédita elección judicial, un ejercicio promovido por el Gobierno federal con el objetivo de abrir al voto popular la designación de jueces, magistrados y ministros. Fue un proceso con claroscuros, sin duda, pero también fue una de las reformas más disruptivas en décadas, que buscó quitar el control de la élite jurídica para ponerlo, al menos parcialmente, en manos del pueblo.
Sin embargo, en lugar de participar, criticar y mejorar el proceso desde adentro, figuras como Anaya y Gálvez promovieron la abstención, llamando implícitamente —o de forma directa— a ignorar las urnas. Esa decisión, que no fue inocente, buscaba deslegitimar el proceso desde su base. Ahora, cuando los resultados no les gustan, se lanzan contra la voluntad popular con epítetos que van de lo vulgar a lo ofensivo.
Ricardo Anaya no encontró mejor manera de calificar el proceso que con la expresión “la caca flota”, frase que dice más de su desesperación política que del proceso mismo. Que un senador de la República recurra a ese tipo de lenguaje evidencia no solo la pobreza argumentativa, sino también el vacío de propuestas. La supuesta preocupación por la calidad de los perfiles electos sería más creíble si hubiera alentado la participación, si su partido hubiera presentado propuestas, o si él mismo no se hubiera retirado a vivir en el extranjero mientras México enfrentaba procesos clave.
Por su parte, Xóchitl Gálvez, quien encabezó la candidatura presidencial del PAN-PRI-PRD, ahora juzga la trayectoria de Hugo Aguilar Ortiz, quien se perfila a encabezar la Suprema Corte. Aunque lo reconoce como “cordial, conciliador y conocedor de los derechos indígenas”, no puede evitar deslizar la crítica de “lealtad a AMLO”, como si esa relación personal invalidara toda una carrera pública. El razonamiento es endeble: no importa si una persona tiene credenciales o experiencia, si en algún momento coincidió políticamente con López Obrador, debe ser descartado.
La contradicción de fondo es peligrosa, ya que no se puede deslegitimar un proceso que se boicoteó activamente desde el inicio. ¿Dónde estaban las propuestas de Gálvez o Anaya para mejorar la elección judicial? ¿Por qué no impulsaron observadores, debates o incluso litigios para corregir errores de origen? Porque era más fácil instalar la narrativa del fraude y dejar que todo se incendiara, para luego gritar “¡lo dije!”
La oposición necesita más que indignación postiza, necesita asumir que hace siete años perdió no solo las urnas, sino también el sentido estratégico. A los millones de mexicanos que sí participaron en el proceso —aunque haya sido una minoría— se les debe respeto, no burlas. Y a quienes aspiran a liderar el país desde la crítica, se les exige algo más que frases de cantina o nostalgias de sexenios pasados.
La historia no absuelve a los que renuncian a la política real. Y en eso, tanto Anaya como Gálvez están construyendo un legado, el de los que siempre llegan tarde al debate, sin haber querido estar cuando más se necesitaba su voz.