Es difícil no creer que detrás del asesinato del alcalde Carlos Manzo haya intereses más profundos que los del crimen organizado. En México, la violencia casi nunca es sólo una cuestión de balas: es también una herramienta de poder. Y en ese tablero, Alejandro “Alito” Moreno, dirigente del PRI, parece jugar más a la serie House of Cards que a la política real.
Su discurso reciente mezcla drama y espectáculo, como si se tratara de una temporada nueva donde el protagonista se rehúsa a aceptar que su serie fue cancelada. A ninicio de septiembre pasado, desde Washington, mientras planchaba su camisa frente a la cámara, Alito intentó vender la imagen de un político cosmopolita y valiente, el que enfrenta al “régimen autoritario de Morena” y a la “narcodictadura comunista” que, según él, amenaza a México.
La escena, sin embargo, rozó lo absurdo, porque nadie le cree al líder de un partido con un largo historial de corrupción apelando a la moral internacional, justo desde el país que más ha intervenido en los asuntos mexicanos.
Moreno ha buscado en repetidas ocasiones capitalizar el enojo social. Pero sus llamados —a la renuncia de la presidenta Claudia Sheinbaum, o a que Estados Unidos intervenga en la política mexicana— se sienten más cercanos a un guion de Narcos: México que a una propuesta política seria. Su estrategia es simple: construir un enemigo, gritar su existencia y esperar que el ruido oculte su falta de credibilidad.
Y es que Alito no sólo acusa sin pruebas la supuesta alianza entre Morena y el crimen organizado; también manipula la tragedia. El asesinato de Carlos Manzo, edil de Uruapan, le sirvió para lanzar un monólogo sobre “la complicidad del gobierno con los delincuentes”. Pero la realidad —como suele ocurrir en los thrillers mal escritos— es más confusa: las investigaciones apuntan a redes del CJNG, a venganzas locales y al uso político de la violencia. Todo menos un argumento coherente que respalde la versión del dirigente priista.
En sus declaraciones, Moreno parece confundir la política con una producción de Netflix. Habla como Frank Underwood, el personaje de House of Cards que disfrazaba sus ambiciones personales de preocupación por la nación. Su tono es el del político que dice “luchar por el pueblo”, mientras en realidad construye su propio mito.
La diferencia es que a Underwood lo derribó la verdad; a Alito, lo persigue la falta de credibilidad y eso se puede ver en sus redes sociales oficiales, donde cerca del 90 por ciento de las reacciones son burlas contra el priista.
Cuando pide la intervención de Estados Unidos, Moreno no sólo ignora la soberanía mexicana: revive la vieja costumbre priista de buscar legitimidad fuera del país, en los salones donde el poder extranjero aplaude a quien sirve a sus intereses. Esa actitud, disfrazada de “defensa de la democracia”, repite una fórmula conocida: cuanto peor le vaya a México, mejor para él.
A más de un año de las elecciones y con la popularidad de Sheinbaum en ascenso, el PRI parece haber elegido el camino del espectáculo político. Sus mensajes se viralizan, sí, pero como memes: la imagen de un dirigente que plancha su camisa mientras promete salvar la República es la metáfora perfecta del partido que plancha su historia para borrar las arrugas de la corrupción.
El problema no es solo el tono —estridente, alarmista, predecible— sino la intención. En su afán por acusar a Morena de todo mal, Alito se ha convertido en lo que más teme, en un personaje secundario de una serie que ya nadie ve, el político que confunde los aplausos de Washington con el respaldo del pueblo mexicano.
Y mientras tanto, el país sigue buscando justicia para Carlos Manzo. Entre los discursos, las teorías y las cortinas de humo, se olvida lo esencial, de que el crimen no se combate con discursos ni con viajes diplomáticos, sino con verdad. Pero esa palabra —verdad— parece ser la única que no tiene cabida en el guion de Alito Moreno.

