CAPITAL CANÍBAL en la noche de los muertos
Alabado sea el muerto anarquista que destruye en masa propiedad pública y privada y despedaza a quien se ponga enfrente sin importar su raza, clase o afiliación política. NIGHT OF THE LIVING DEAD toma sus lecciones de la novela I am Legend de Richard Matheson y de la película The Birds de Alfred Hitchcock -que narra un apocalipsis inexplicable en el que todos los pájaros del mundo atacan, sin razón aparente, a cualquier HOMO que tenga la mala fortuna de ser también SAPIENS- mezclando ambos relatos y cambiando a los pájaros por zombis porque es más fácil dirigir a un muerto que a un ave. Al interior de esta ficción las sombras de Vietnam y las revueltas del 68 se proyectaban al fondo mientras que en primer plano George Romero rompía las reglas del decoro con imágenes indelebles (aunque algo abstractas, por la densidad de sombras en el claroscuro) de canibalismo, matricidio, niños que se comen a sus padres y un auto que se abolla sólo por rozar un árbol. Más que oportunismo, hubo en Romero una actitud filosófica y política cuando decidió mostrarle a la audiencia lo que realmente sucede cuando la insurrección zombie desata el caos— los americanos estaban viendo atrocidades de guerra en sus televisores, ¿por qué no corresponder, en modo imaginario, dentro de la pantalla de cine?
La fórmula de Romero toma un manojo de personajes y los encierra en un solo escenario donde pasan la mayor parte del relato atrincherados, peleando hacia afuera contra las masas y hacia adentro contra sí mismos para poder trazar un plan de acción y controlar los pocos recursos disponibles. Naturalmente, muchos espectadores le vieron una dimensión alegórica. No es difícil observar la paranoia y la mala fe de los protagonistas y sentir que estamos viendo un espejo que describe nuestras relaciones políticas y sociales. Pero si nosotros somos los ciudadanos condenados a implosionar… ¿quienes son los zombis? ¿Son comunistas? ¿Nihilistas? ¿Sucios hippies hedonistas? ¿Panteras Negras? ¿La lista completa de gente que los euro-americanos odian o temen?
La Noche de los Muertos Vivientes era un producto interno bruto, una creación feroz salida de un país creado a partir de ideales democráticos, genocidio y montañas de azúcar y pólvora.
Night of the Living Dead se estrena en el 68, tiene una vida breve haciendo dinero en autocinemas y salas de cine B, y desaparece. Pero en pocos meses regresa. Su resurrección se da en las páginas de Cahiers du Cinéma. La revista legendaria la declara cine nuevo, vital e importante. Algunos críticos americanos responden a esto y re-examinan la cinta, que comienza a ser exhibida en foros respetables y en cines de arte. Warhol es fan. El MoMA compra una copia para su archivo. De la alcantarilla (o del ghetto del cine regional independiente) a la cima en menos de un año. El sueño americano montado en el lomo de la pesadilla. Algunos críticos observaban que Romero había roto muchas reglas de forma sistemática y llevado a cabo un golpe al centro de la obra, donde al final el caos y el absurdo se llevaban la victoria. Otros decían que era una película de horror completamente moderna, heredera de Psycho, y que estaba reinventando el género y abriéndolo a las pesadillas del mundo real. Otros decían que era inmunda y merecía ser destruida en la hoguera.
Hasta hoy nadie se ha podido poner de acuerdo sobre el significado real de Night of the Living Dead. O sobre su postura moral o política. O sobre su actitud general respecto a los temas que aborda… lo único que casi todos acuerdan es que la película, buena o mala, tiende a quedarse en la memoria.
Lo mismo pasa con DAWN OF THE DEAD.
Más que una secuela que llega 10 años más tarde, Dawn of the Dead es un segundo intento de Romero de retratar a su país y denunciarlo ya no a través de una película de horror irracional sino con algo que está siendo desmembrado por caballos o motociclistas que tiran en direcciones opuestas: el horror, la aventura escapista, la sátira.
¿Qué ha cambiado en 10 años?
El presupuesto, primero. Romero y compañía no tenían mucho dinero cuando hicieron su primer largometraje. Encerrar a 7 actores en una casa rústica en una comarca de Pennsylvania y rodearlos de unos 40 muertos que no cobran sueldo, dedicando la mayoría del tiempo en pantalla a escenas de diálogo con anticipación ominosa poco costosa y un par de secuencias de acción y catástrofe es una propuesta inteligente en cuanto a presupuesto. Para la secuela Romero ya era un autor. Había plata de varios frentes, incluyendo el bolsillo de Dario Argento. ¿Qué más? Un amigo de la familia era dueño de un centro comercial. Se los podía prestar por las noches y en las mañanas.
Los Estados Unidos, segundo. Es un poco pasmoso lo mucho y lo poco que pueden cambiar para bien pero sobre todo para mal las cosas en tan solo 10 años. La revolución contracultural no había logrado nada. La juventud anti-guerra se había integrado a la fuerza laboral corporativa y estaba en proceso de convertirse en una masa de asalariados sociópatas con planes de retiro y doble hipoteca. Había un centrista en la Casa Blanca (que es lo más cercano a la izquierda que va el timón de ese barco) y había disonancia punk en Nueva York y Los Ángeles. Pero no, en general, para Romero, su país estaba peor que nunca. Los ideales de su juventud habían sido destripados en público y remplazados por cinismo mendaz. Moloch era el verdadero dios americano y su único mandamiento era el CONSUMO SALVAJE.
Así que George no estaba de buenas, ni tenía mucha esperanza, cuando comenzó a filmar en el 78.
El tercer factor de cambio -y la razón principal que me impulsa a escribir esto- es el cambio de George Romero en su percepción de los protagonistas al centro del drama y las masas anónimas que los rodean. En la película pionera hubo mucha valentía, como poner a Duane Jones, actor afroamericano, en un papel protagónico totalmente asertivo, un líder con visión y voluntad emergiendo del caos… que al final recibe un balazo en la cara de parte de un paramilitar blanco.
Duane Jones además era un buen actor. En realidad, Duane era el único actor profesional del elenco. Y su personaje tenía contraste y dimensiones. Comete errores, pero podemos entender que está bajo una enorme presión. Tiene puntos ciegos. Es necio. Es humano. Lo aceptamos, lo perdonamos. Y digo lo mismo de su contrincante, interpretado por el socio de Romero, Karl Hardman. Tiene sus paradojas. Comete errores. Lo comprendemos. Lo detestamos. Pero podemos sentir pena por él y su familia. Es todo muy jodidamente triste si lo piensas.
Los zombis, en cambio, que no se llamaban zombis sino ghouls o things… eran quimeras de una imaginación colectiva psicotizada por los traumas históricos. Proyecciones del inconsciente. Sombras ambiguas al final de un corredor nocturno. Abstracciones antropófagas. Chusma de cementerio. El lumpenproletariado con máscara de Karloff.
Pero en Dawn of the Dead se aprecia otra forma de ver las cosas. El cambio más importante tal vez es al interior de Romero. Ya no hay tanta simpatía por los protagonistas. Más bien hay algo de desprecio, mezclado con ironía. Los errores son más difíciles de perdonar. La corrupción domina el retrato. Se aburguesan los héroes. Se auto-engañan. Se atrincheran en su egoísmo terminal. Se pasan el día jugando juegos estúpidos y llenándose la cara de embutidos. Son humanos. Somos nosotros. Romero está retratando a mis padres, a la generación de mis padres. Es un tema sórdido.
Cuando James Whale hizo la secuela a su versión de Frankenstein hizo una caricatura burlona de todos los humanos, humanizando sólo al monstruo, versión extraña del héroe romántico con rasgos visibles de aquel noble salvaje de Rousseau que Mary Shelley tenía en mente. Romero, por su parte, abandona a sus humanos a un destino hueco y bestial, vacío de todo sentido o posibilidad de significado… y lo podemos ver, a Romero, transfiriendo su empatía hacia los muertos, que ya no son sólo sombra o distorsión del imaginario del cine de horror de los 30s sino una colección de criaturas perdidas, dislocadas, más tristes que todos los Lunes Negros de Wall Street y más dejados en la cloaca que las hordas de veteranos de guerra que viven en las calles del imperio después de haber servido como verdugos en tierras lejanas.
Pero hay algo más. Romero, que filmaba con una multitud de planos sencillos y modestos y luego armaba su cine con montaje, hace una masa de retratos individuales y grupales a personas perdidas en una pseudo-conciencia enigmática, un trance que atraviesa todo y sostiene a esos– cómo llamarles… porque ¿qué son realmente?
¿Homo post sapiens?
Mutación trágica, aunque igualitaria… hordas de maniquíes comulgando en SILENCIO a la espera de un profeta, un chispazo…
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Eduardo Padilla (Vancouver, 1976) es autor de Zimbabwe (El Billar de Lucrecia), Minoica (escrito en colaboración con Ángel Ortuño, publicado por Bonobos), Mausoleo y áreas colindantes (La Rana), Blitz (filodecaballos), Un gran accidente (Bongo/3pies), Hotel Hastings (Cinosargo) y la antología Paladines de la Auto-Asfixia Erótica (Bongo Books). Su libro más reciente es Zwicky (Cinosargo).
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