A mamá y sus sueños clásicos
Algunos me conocen como Ulises. En el infierno me encuentro desde hace tanto que he olvidado la fecha y también la misma esencia del tiempo. Aquí, esa esencia, se cuenta por eternidad. El castigo por no conocer la Verdad es que yazco en el olvido de Dios. Es injusto, naturalmente. Lo he dicho una y mil veces. Viví mucho tiempo antes de que naciera la Providencia y ahora sufro por significativa omisión de Dios. Cuando conjeturé esta reflexión se me ocurrió otra (quizá más blasfematoria): si Dios pudo castigar a tantos por nacer antes de su Hijo, entonces Dios comete pifias y puede ser engañado. Un caballo de Troya para Él, pensé. Quizá con la destreza del raposo esta vez, pues sería para el Supremo. Algunas veces reflexionaba que si Dios, con el atributo de la omnipresencia, bien pudiera ya saber sobre mi plan; otras, me consolaba con la idea de que si una mujer ya lo había hecho, probablemente yo también. Dios entonces no es infalible.
Pensaba en ese ejército de querubines que ven todo [y lo saben todo], luego entonces yo no podía esgrimir mi idea. Así pasó el tiempo. Debo confesar que también olvidé mi plan. Era, de alguna manera, feliz charlando con mis amigos en la sempiterna oscuridad; aunque, baste decirlo, el dolor me laceraba el interior. Dudas. Hartazgo. Condena.
Un día, de entre los monótonos días, sucedió algo distinto. De las sombras que conocía se erguía una que jamás había visto. No tenía el matiz para diferenciarla de las otras; empero, era nueva para mí. Entonces habló el gran Virgilio, quien lo acompañaba:
—Este es Dante, vino de entre la vida a conocer el infierno. Yo, como su maestro, lo protejo.
No alcancé a ver el rostro de quien presentaba Virgilio porque me llegó, como flecha de Telémaco, una idea voraz, vívida y fugaz. Dios, en efecto, tiene momentos de error. Supuse que entonces podía seguir con mi plan desechado.
Consulté, a modo de charla, con Aristóteles, si a la divinidad se le puede engañar. Hizo juicios y razonamientos y no encontró en mi premisa error alguno. Se ruborizó quizá al saber, como yo lo suponía, que Dios no es perfecto. Es quizá más pueril de lo que uno llega a imaginar (quizá ahí en verdad resida su divinidad).
Así que decidí tomar la suerte de mi juventud en hazañas imposibles. Al fin era marino, la fortuna —lo sabía— pende siempre de un hilo o quizá de un viento favorable.
Lo he dicho, era totalmente injusto tenernos pagando una culpa que no merecíamos solo por el hecho que tiempo después naciera el Dios de la humanidad, y así la verdad. Si en mi hogar, en el altar destinado a los dioses, siempre hubo espacio para ese dios desconocido. Ahora sabemos su nombre, antes solo lo intuíamos.
Aun así, solo Diomedes supo de mi plan. Debemos atravesar las montañas agrestes para poder llegar al purgatorio, le dije. No podemos seguir viviendo la eternidad en este sitio cruento.
—Pero este palacio donde vivimos resulta ser una fortaleza que ni el Magno Alejandro se ha atrevido a dejar —repuso Diomedes.
—Es cierto, pero ellos no saben lo que yo he conjeturado para poder liberarnos. Voltea a tu alrededor, aquí yacen las mentes más brillantes del tiempo clásico y que, por cierto, es un tiempo ahora de castigo.
—No puedes engañar a un Dios, no tienes esa calidad divina.
No hablé más con él porque ciertamente vi temor en su mirada, el mismo que yo sentí al contemplar las poderosas e infranqueables columnas de Troya. Hace tanto tiempo que sucedió que ahora es mito.
Aun así, me di a la tarea de planear mi estrategia. Virgilio conocía muy bien el inframundo y sus círculos, así como también sus atajos. Jamás había salido, pero yo soy aquel que contempló sirenas y cíclopes y monstruos del tamaño de ciudades; el que por amor, con un bajel en mares tempestivos, llegó a su hogar. No debía temer lo que el infierno me mostrara. No yo.
—Maestro Virgilio, con tu canto enarbolas la gloria de Eneas, con tu manto proteges al doliente, dime pues el camino que lleva al infierno y luego más allá, donde nos está vedado arribar.
—Odiseo, las hazañas de Aquiles se nublan al contemplar las tuyas. De entre los héroes has sido mi predilecto por una razón: tu buen corazón. Todo lo que hiciste fue por amor y si la memoria no me falla, la sentencia divina dice que te serán perdonados todos tus pecados porque has amado mucho. Solo es cuestión de tiempo, hasta para Dios. Solo que su tiempo es infinitamente distinto al de nosotros.
—Ahora que hablas de Dios, sucede que en mi pecho traigo una herida que no cierra: la injusticia divina.
—No puedes hablar así. Dios es justicia, no lo contrario.
—Maestro, ¿entonces por qué no nos permite acceder a la gloria de la paz? ¿Por qué se aferra a tenernos prisioneros en este palacio cuando somos, o al menos ustedes, almas bienaventuradas?
—Odiseo, tu pasión te nubla el entendimiento. No puedes pensar como Él, Altísimo y Sabio de la Alfa a la Omega. Debe, acaso no lo intuyes, tener un plan para nosotros. Lo que pasa es que no ha llegado nuestra hora de desvelarlo.
—Hace tanto tiempo que vivimos aquí que la montaña de los dioses ha terminado por erosionarse. Y, a partir de la hechura del tiempo, nos sabemos efímeros. Algún día tú y yo y todo esto también acabará. La sustancia de la vida es el cambio.
—Precisamente por ello debemos aguardar. Te aseguro que la justicia divina nos alcanzará.
—Gran poeta, solo necesito un consejo pues estoy en lo cierto de que pronto dejaré este palacio. Allá afuera la planicie se contempla infinita. Tú lo sabes, no me aterra la oscuridad, pero sin tu consejo estaré dando vueltas como los monos y niños en la mano del Iluminado.
—Distinguido héroe, mi consejo es este: que tu corazón te guíe en la profunda oscuridad del infierno, él será tu guía. Y si de algo más te sirve te alcanzo mi manto, aunque en verdad no lo necesitas porque eres el héroe de la destreza y de aquella arma mortal, incluso superior a la espada, la palabra. Ve en busca de la noción de la justicia. Allá afuera, en los peligros y dolor, saldrás avante.
Me preparé los siguientes días. No me despedí de nadie ni siquiera de Virgilio (que a partir del momento de nuestra charla se mostró distante; aunque, no sobra decirlo, su mirada me motivaba a emprender esta travesía).
Vino Peleo con su hijo, el noble Aquiles, el día último.
—Odiseo, mi querido amigo, el más sublime de los hombres, mi espada es tuya. Intuyo de algo superior incluso a las luchas pasadas. Veo luz en la terrible oscuridad. Tus ojos se han convertido en la llama de la verdad, aquella por la cual Prometeo fue castigado. Querido amigo, no sé qué camino tomarás, pero debes saber que mi fuerza y mi aliento estarán contigo.
Se alejó de mí junto al gallardo padre. Los vi desaparecer en la cúspide de la planicie del palacio. Había llegado mi momento.
No dije más. Tomé el arma mortal del héroe mítico y salí a mi destino. Un segundo destino después de la muerte.
Afuera, en la planicie, todo era dolor y muerte. Llanto por doquier y un sentimiento de desesperanza me abordaba. Debo sincerarme, los primeros pasos fueron los más complicados. En muchas ocasiones pensé dar la vuelta y regresar al palacio. Heráclito, que era un gran conversador, me dijo una noche que el río en algunos momentos se queda quieto, como las personas, pero llegará el momento en que siga su cauce así como nosotros seguimos en el tiempo. Somos gratamente evolución, sentenció. Este era justo el momento en que mi vida tomaba el cauce y la agitación que conlleva. No había más. Debía seguir el camino.
Para lidiar con los lamentos, como esos días de mi vida en el mar, pensaba en Penélope. Qué gran estratega mi amaba mujer. Tejer y destejer para no agotar el tiempo. Su apuesta fue la ilusión del compromiso. Jugó con ellos hasta el minuto último. La esperanza la mantuvo con vida.
Como en la tempestad, también yo aposté por la esperanza. Y fue que la vi, la sentencia del Infierno: “Abandonen toda esperanza, quienes entren aquí”. En la penumbra, con lamentos mortíferos y un frío que hace chillar los dientes, en aquel muro soberbio se encontraba tal inscripción. Las sombras eran martirizadas por otras que, queriendo retornar, solo ocasionaban el caos. El miedo, que origina el caos, era su peor enemigo. Pensé que el infierno es un desorden constante ocasionado precisamente por esa masa colérica que resultan ser las sombras en lamento. Me armé de valor y les dije:
—No teman. Ustedes en vida fueron personas y los dolores de este lugar podrán combatirlos si actúan racionalmente. No se dejen manipular por el escenario; el sufrimiento, ustedes lo eligen. Actúen con plena consciencia, ustedes son los propios demonios y lobos de los demás. Ese estado de corrupción, de dolor y lamento es fruto de un continuo miedo. Y ustedes lo generan. No deben temer.
Entonces se dejó oír un mugido terrible. Se trataba de Asterión que salía de entre las rocas junto con Minos, uno de los jueces del infierno. Detuvieron sus pasos a escasos metros de donde me encontraba. Minos, con voz pausada, habló:
—Noble héroe, el poderoso Odiseo, continúa tus pasos y no interfieras en los designios de los dioses. ¿Cómo puedes infundirles valor a estas almas que han abandonado toda esperanza?
Los contemplé serio, sin miedo alguno. Les dije:
—Señor Minos, no hago otra cosa que decir la verdad. El infierno, donde ustedes mandan, no es otra cosa que una ilusión basada en el miedo. Por eso fomentan la tortura y la miseria, ustedes son los que se atreven a jugar con los designios de los dioses. Los seres humanos nacemos libres e, incluso, después de la muerte, gozamos de tal calidad. No puede seguir habiendo un lugar así.
Sin demora, escalé el muro soberbio donde se encontraba la inscripción, y desde ahí hablé a las sombras:
—Almas bienaventuradas, ustedes tienen la capacidad de rebelarse frente a la opresión. Sus verdugos, que los ven invencibles, no pueden detener a la libertad. Muéstrenles el camino de la libertad. El miedo, que en este lugar es su peor enemigo, ya no debe prosperar. Que muera conmigo la desesperanza. Ustedes son libres y pueden llegar a la claridad de la paz.
Abajo, Minos y Asterión, se preparaban para la batalla. Fue cuando las almas, después de tantos eones, mostraron su verdadero valor. La revolución de las almas en el infierno daría paso a la libertad. Acabaron con sus opresores y dieron alcance al muro derribándolo por completo. Esas almas marcharon para todos lugares del infierno dando la buena nueva. Yo, feliz por lo que había ocurrido, continúe mi viaje.
El camino se llenó de espinas. Cansado, decidí reposar en una roca gris y opaca. Caí rendido. Soñé. Pude ver al Creador, era una pieza hexagonal infinita. Los pasos, infinitos también, iban para atrás y también para delante en un círculo que no se agota. Lo oí hablar tan sereno que me infundió valor:
—Odiseo, noble héroe del mito, tus pasos, siempre valientes, han originado la extinción del infierno. Tu hora ha llegado, justo es esta. Tu destino, inescrutable hasta hoy, se muestra lleno de libertad. Por eso estabas en el palacio hasta el día de hoy. Desde el inicio sabía que serías tú el portador de las buenas nuevas para la humanidad. Ahora que sabes de tu destino lleva la buena nueva al palacio del conocimiento. Allá te esperan tus amistades. Yo soy Dios de vivos y no de muertos, espero que ya lo comprendas.
Desperté por el frío que traía consigo un lamento de nostalgia, como si algo se hubiera perdido. Yo mismo me sentía con una sensación inefable. Como si el dolor y la alegría se mezclaran. Supuse que el infierno era un pensamiento para que los seres humanos actuaran con ética y si, dado caso, no fuera suficiente, entonces entraría el temor. Ese infierno de miedo es un grado de consciencia que las personas tienen cuando actúan no de la manera correcta.
Para aquellas que basan su vida en el amor, ese pensamiento se encuentra muy lejano. Ni siquiera lo conciben. Entonces supuse que la libertad debe contener un alto grado de ética, de responsabilidad y otredad. Solo así el infierno no existe. Quizá es justo lo que buscaba Dios al concebirlo.
Caminé. Corrí. Creo que volé. Arribé al palacio, pero ya no era nada. Solo olvido. Mis amigos no estaban ni las columnas que dividían la oscuridad de la planicie interminable. Solo un pino hacía crujir sus hojas. Era una despedida no grata. Yo quería abrazarlos y decirles que pude charlar con Dios, pero quizá ellos ya supieran porque todo, hasta yo, estamos en su pensamiento.
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Israel Rosey es abogado y escritor mexicano. Asiduo lector de la literatura clásica. El destino, inescrutable, lo llevó al camino de las leyes. Licenciado en derecho, con máster en Derecho y especialidad en Derechos Humanos, ambas con mención honorífica. Actualmente cursa el doctorado en Administración Pública. Profesor humanista de la Facultad de Derecho de la UNAM. Servidor público en la Cámara de Senadores. Como Juan Rulfo, tiene una necesidad por escribir. Ha colaborado en la redacción de libros, proyectos de iniciativa de ley y artículos periodísticos. Su primer libro, El bosque de las sombras, es un compendio de cuentos de literatura fantástica.