CON UN TOQUE FEMENINO
Literatura policiaca escrita por mujeres
La literatura policiaca, entendida como las historias en prosa que tienen como núcleo temático la construcción de una noción de justicia (María Elvira Bermúdez), ha existido, por lo menos en su versión moderna, desde 1833, cuando se publicó “Los crímenes de la Calle Morgue” del estadounidense Edgar Allan Poe. En esa historia se sentaban ya los cimientos de lo que sería una historia policial clásica: un crimen en apariencia irresoluble, un entorno urbano asfixiante, un cuerpo de policía establecido como parte del estado y, sobre todo, un investigador que, por medio de su inteligencia y dotes de observación, logra resolver el misterio. Es en esa historia, escenificada en el más sucio de los barrios parisinos, Aguste Dupín, un hombre de afilada mente resuelve el brutal asesinato de dos mujeres que parecen haber sido asesinadas por una fuerza sobrenatural. El investigador llega a deducciones lógicas que para los no avezados parecieran producto de dotes sobrenaturales, pero que son talentos meramente humanos. Nace así el relato policiaco.
A partir de la historia seminal de Poe, el género se complejiza y enriquece con las aportaciones de Arthur Conan Doyle y su inolvidable Sherlock Holmes (el detective por definición), Maurice Le Blanc y su ladrón justiciero Lupín, Dashell Hammet y su Sam Spade, Raymond Chandler y su Philip Marlowe, y tantos otros que sería un ejercicio casi interminable enumerarlos. Todos ellos aportaron elementos nuevos a la figura del detective y del género, y otros más siguen surgiendo en estas fechas con nuevos personajes, nuevos casos y entornos.
Sin embargo, el crimen no sólo es asunto de hombres. Cuando las mujeres se atreven a narrar acerca de lo más duro de la condición humana lo hacen con un toque y una sensibilidad únicas, con las que permiten dar un nuevo aire a historias que, en apariencia, parecen manidas y gastadas. El primer nombre en la lista es, por supuesto, el de la maestra del género, la británica Agatha Christie (190-1976), quien le aportó profundidad y humor a las novelas enigma con su extensísima obra y con sus dos personajes capitales: Hércules Poirot y Miss Marple. La señora Christie en sí misma un enigma, ya que se atrevió a desaparecer por días sin dejar ningún rastro sólo para alegar que no se acordaba del lugar a donde los hados la habían transportado. También es de ella la frase canónica de cualquier escritor de género: “Los mejores crímenes para mis novelas se me han ocurrido fregando platos. Fregar platos convierte a cualquiera en un criminal de categoría”. Otro nombre de primera línea es el de Patricia Highsmith (1921-1995), quien decidió darle voz al criminal en lugar de probar con el gastado recurso de hablar del lado recto de la ley. Su saga de Tom Ripley, ese adorable psicópata capaz de todo por escalar socialmente y obtener respetabilidad, es de lo mejor que se ha escrito en la literatura norteamericana.
En México, por fortuna, no nos faltan narradoras que hicieron del crimen un fenómeno estético. En primer lugar, podemos mencionar a la maestra María Elvira Bermúdez (1916-1988), antologadora y una de las primeras estudiosas del género. Además, escritora de notables novelas como Diferentes razones tiene la muerte (TGN, 1953) y los volúmenes de cuento Muerte a la zaga (FCE, 1986), Soliloquios de un muerto (Los epígrafes, 1951), y Detente, sombra (UAM, 1984). También podemos mencionar a la veracruzana Ana María Maqueo (1|93-2024), con su díptico Crimen de color oscuro (1986), y Amelia Palomino, un crimen de rostro amable. Ambas están publicadas por la editorial Nitro Press.
A este noble linaje podemos incluir a la escritora que el día de hoy presentamos: Salud Ochoa. La autora chihuahuense inició su carrera profesional como enfermera, pero pronto se dedicó al ejercicio del periodismo en su estado natal. En un entorno en donde el crimen es lo cotidiano, se nutre de las cruentas historias que todos los días le llegan a los oídos y a partir de una de ellas, escribe “El halcón blanco”. La anécdota parte de la desaparición real de una niña de diez años, hija de una trabajadora de maquila, y del esfuerzo que hacen tanto los familiares como las autoridades por encontrarla. En el estado de las tristemente célebres Muertas de Juárez, la niña, bautizada en el libro como Paloma, es una más de las cientos de mujeres de todas las edades a las que se traga el desierto y el crimen organizado. En este entorno desolador, Ochoa construye uno de los personajes más intrigantes de la literatura policial: Elena Terreros, una investigadora implacable, fría y afilada como un ave rapaz, que no se detendrá hasta encontrar algún rastro de la pequeña desaparecida.
La novela de Ochoa bebe de dos fuentes bien diferenciadas: por un lado, la novela policiaca canónica donde existe un detective incorruptible dentro de un contexto repleto de criminales y policías corruptos, y, por otro lado, la desgarradora realidad de los desaparecidos en el país. Paloma es un personaje literario del que en la novela se sabe su destino, pero por desgracia, de su contraparte en el mundo real jamás se supo nada. Helena Terreros es un personaje que se antoja inverosímil por su rectitud, pero que el lector desearía que fuera real, aunque sea únicamente para llevar esperanza a aquellos que han sufrido la desaparición de un familiar.
Algo destacable en la novela, de entre lo mucho destacable, es la profundidad con la que Ochoa desarrolla a personajes que fácilmente podrían derivar en lugares comunes en manos de autores menos talentosos. Aunque la teniente Terreros y su fiel escudero, el periodista Demetrio, son personajes tipo, tienen la suficiente sustancia para no acartonar. Sin embargo, es en los personajes secundarios donde la autora rasca en lo más profundo de la condición humana: Teresa, la mamá de la niña desaparecida, rumia su desconsuelo de una manera tan dolorosa y al mismo tiempo resentida que parece que su voz reverbera por toda la sala; el 50, infame matón y traficante de personas, da miedo únicamente de ser evocado en la prosa de la autora, e incluso Alicia, la dirigente de las madres buscadoras, aparece como una figura que, a pesar de apoyar a Teresa, mantiene su propia agenda política como prioridad.
En otras palabras, María Elvira Bermúdez y Ana María Maqueo pueden descansar tranquilas, ya que su legado sigue fuerte con autoras como Salud, quien sabe narrar lo más atroz del género con maestría… y con un toque femenino.