El libro Capitalismo progresista. La respuesta a la era del malestar de Joseph E. Stiglitz, premio Nobel de Economía, es mucho más que un diagnóstico sobre la situación estadounidense. Es una obra que plantea preguntas incómodas pero necesarias para cualquier nación que participe en la economía global bajo las reglas del capitalismo, y en especial para un país como México, que históricamente ha oscilado entre la subordinación, la resistencia y la búsqueda de un modelo propio.
Más allá de los discursos oficiales sobre justicia social, la realidad es clara: México, desde su fundación como República, es un país capitalista, aunque siempre subordinado a los intereses de las grandes potencias, particularmente Estados Unidos. Nuestra economía depende de lo que ocurra en el norte, desde el Tratado de Libre Comercio de 1994 hasta el actual T-MEC, cuyas renegociaciones ponen sobre la mesa qué tipo de capitalismo queremos ser.
El México neoliberal de Carlos Salinas de Gortari hasta Enrique Peña Nieto apostó por la apertura total y la privatización de sectores estratégicos. El resultado fue una economía profundamente dependiente de los flujos comerciales y financieros internacionales, con beneficios concentrados en una élite y desigualdad creciente. Stiglitz señala que el capitalismo contemporáneo tiende a favorecer a unas cuantas corporaciones que dominan sectores enteros. En México, basta mirar el dominio de las televisoras, de los grandes bancos extranjeros o de las farmacéuticas para confirmar que el diagnóstico es aplicable.
El regreso de Donald Trump a la presidencia de Estados Unidos y sus amenazas de imponer aranceles, frenar la inversión o condicionar el T-MEC revelan lo frágil que sigue siendo la soberanía económica mexicana. Mientras tanto, la globalización tecnológica agrava la desigualdad: las plataformas digitales concentran datos, beneficios y poder en manos de muy pocos. Lo que Stiglitz advierte para su país, se reproduce con crudeza en el nuestro.
¿Qué tipo de capitalismo queremos en México? La pregunta no es trivial. La izquierda mexicana, primero López Obrador y ahora Claudia Sheinbaum, ha apostado por un capitalismo moderado: redistribución mediante programas sociales, inversión en infraestructura y cierta regulación estatal. Pero seguimos en la lógica de un sistema de acumulación basado en la ganancia y la competencia.
Stiglitz propone un capitalismo progresista que pondere justicia, igualdad y prosperidad compartida. México debería inspirarse en este paradigma: diseñar mercados bien regulados, invertir en educación e investigación, y fortalecer instituciones democráticas. Aquí, sin embargo, tenemos un desafío adicional: la corrupción sistémica que distorsiona la acción estatal y mina la confianza ciudadana. Un capitalismo progresista mexicano tendría que ser, sobre todo, un capitalismo honesto.
El autor describe un sistema que concentra riqueza, reduce la movilidad social y debilita instituciones clave como universidades, medios de comunicación y poder judicial. En México, esos síntomas son más graves: movilidad social congelada, nacer pobre suele significar morir pobre; concentración del poder económico, unas cuantas familias controlan bancos, telecomunicaciones, medios y supermercados y crisis institucional: la justicia es lenta y desigual; las universidades sobreviven con presupuestos limitados; los medios oscilan entre la sumisión y la precariedad.
El capitalismo depredador, tanto en Estados Unidos como en México, amenaza la democracia misma. Un sistema que excluye a la mayoría tarde o temprano se convierte en caldo de cultivo para el autoritarismo.
En pleno proceso de renegociación del T-MEC, la lectura de Stiglitz adquiere un matiz urgente. ¿Qué estamos negociando? Más que un acuerdo comercial, se trata de un pacto que define nuestro margen de maniobra como nación. El riesgo es repetir la historia: aceptar condiciones que benefician a Estados Unidos y a las grandes corporaciones, a cambio de estabilidad económica momentánea.
Stiglitz advierte que los tratados comerciales suelen diseñarse para favorecer a las élites, no a los ciudadanos. México, en este sentido, debería plantearse con firmeza un modelo que garantice salarios dignos, protección al medio ambiente y soberanía en sectores estratégicos. De lo contrario, seguiremos siendo un país maquilador, proveedor de mano de obra barata y recursos naturales.
El libro también aborda el impacto de las nuevas tecnologías: lejos de democratizar la riqueza, han creado monopolios digitales y fomentado desempleo estructural. México no es ajeno a esta tendencia. El auge de plataformas de reparto, transporte y comercio electrónico genera empleos precarios, sin derechos laborales ni seguridad social.
Un capitalismo progresista mexicano tendría que diseñar políticas que regulen a estas plataformas, garanticen derechos laborales y aprovechen la tecnología para reducir, no aumentar, la desigualdad. La digitalización debe ser una herramienta de inclusión, no de exclusión.
¿Hay esperanza? Stiglitz responde afirmativamente: sí, siempre y cuando se construyan mercados bien regulados, con gobiernos capaces y sociedades civiles organizadas. Su mensaje es profundamente político: no basta con diagnosticar, hay que actuar.
En México, la esperanza radica en una juventud que exige igualdad, justicia climática y derechos digitales. También en las generaciones mayores que aún creen en la igualdad de oportunidades. Pero para transformar esa esperanza en realidad, necesitamos un Estado fuerte, transparente y capaz de enfrentarse a los poderes fácticos.
El libro no es una receta, pero sí un espejo. Nos obliga a preguntarnos: ¿Queremos seguir siendo un capitalismo subordinado, dependiente de Washington y de los vaivenes de Wall Street? ¿O queremos construir un capitalismo progresista, con instituciones sólidas, educación pública de calidad, justicia imparcial y desarrollo sustentable?
La respuesta no puede posponerse. Con Trump en la Casa Blanca y el T-MEC en la mesa, México enfrenta una coyuntura histórica. Seguir con el capitalismo rapaz es condenar al país a otra década de desigualdad. Apostar por un capitalismo progresista implica un esfuerzo titánico, pero también la única posibilidad de reconciliar crecimiento con justicia
Stiglitz insiste en que aún es posible salvar al capitalismo de su autodestrucción. México tiene la oportunidad de hacerlo si apuesta por un modelo que combine mercado con justicia social, crecimiento con sustentabilidad y capital con dignidad humana.
El reto es enorme: requiere visión política, voluntad ciudadana y un Estado que no tema enfrentar a las élites económicas. Pero también es la única salida realista en un mundo interconectado donde el socialismo tradicional ya no es opción y el capitalismo salvaje ya demostró su fracaso.
El capitalismo progresista no es una utopía; es una alternativa urgente. México debe mirarse en ese horizonte y decidir si sigue siendo un país subordinado o si, finalmente, toma las riendas de su destino económico y social. Eso pienso yo, usted qué opina. La política es de bronce.