Duérmete, mi niño, duérmete
Si no vendrá el Kakasbal
y en sus alas de petate
consigo te llevará
(Antigua canción de cuna yucateca)
Fragmento
I. El océano
La Jesusa se maravilló al ver las playas del pueblo de Sisal.
A pesar de que amanecía, el calor ya le barnizaba el cuerpo y los sofocos nocturnos no habían amainado ni porque los últimos dos días se les había permitido dormir en cubierta. Apenas inició el amanecer, se incorporó; con sigilo, intentando no despertar a sus compañeros de penuria, se acercó a la baranda del navío y llenó sus pulmones de aire salado. Fue cuando la visión de la costa casi le hace caer de rodillas. «Yucatán», murmuró, como si el nombre de la península fuera, también, el sortilegio que le permitiera entrar a una tierra de magia esmeralda y viento salado. Aquel lapislázuli acuático que acariciaba la arena blanca como harina de coral le consoló un poco los días y los meses de su cautiverio. Incluso el escozor que le causaba lamordedura de los grilletes en las muñecas, se le olvidó un poco al recibir el saludo de las palmeras, inclinadas como si le hicieran reverencias al mar. Subió la pierna derecha a la balandra y palpó las costras que le habían causado los hierros mientras pensaba en la ironía que representaba el hecho de que sus custodios se preocuparan más por evitar que él y sus compañeros se arrojaran al océano que por el hecho de que huyeran. Nos odian, pero nos necesitan, pensó. Jesusa esperaba bajar a esas aguas santas para, en un descuido, lavarse los miembros y curarse de posibles infecciones. Suficientes septicemias había visto en el taller de curtiduría de su padre como para dejarse incluir en esa lista de hombres que morían en medio de convulsiones y fiebres por alguna herida nimia. No, no quería morir; había llegado demasiado lejos y había recibido bastantes golpes como para que ahora una tonta infección le tajara la vida. Cerró los ojos, dejándose acariciar por la brisa que exhalaba la península. Debía vivir para, en el mínimo descuido de sus carceleros, perderse en esa selva, huir de la maldita soldadesca e iniciar una vida nueva y mejor, quizá no tan glamorosa como la que tenía en la Ciudad de México, quizá no tan cómoda, pero no como la existencia de gusano que le habían impuesto.
―¡Órale, huevonas! ―les gritó a sus compañeras mientras jalaba la cadena que los unía a todos―, párense, que este paisaje no se ve todos los días.
A sus pies, cuatro bultos se revolvieron. Los harapos con los que se mal cubrían distaban mucho de las sedas y los encajes con los que la Jesusa se había acostumbrado a verlos, y a admirarlos. Aun así, le parecieron hermosos, como sementales que alguien hubiera abandonado en el monte. Quien primero se puso en pie fue Juana; sus espaldas amplísimas y bruñidas le recordaban el caparazón de una caguama. Se arrastró hacia el barandal, y poco a poco fue trepando hasta ponerse en pie. Recargado en un saco de lastre, Augusta todavía se frotaba los ojos adheridos de lagañas, ya que ni los maltratos ni las hambres le habían arrebatado el buen sueño de su noble infancia. Rogelia, con el aspecto de un delicado y mofletudo oso, perdió el equilibrio al momento de intentar sostenerse en pie: su oronda figura amenazó con aplastarlos a todos en un abrazo que, no por no haber sido solicitado, hubiera sido menos sabroso, o doloroso. Por último, Paquita, el más joven, un niño casi, buscaba inútilmente un resto de agua en el cuenco de peltre que les habían asignado como bebedero comunal para quitarse lo terregoso de la garganta. Los desvelos le habían regalado un par de ojeras que a la Jesusa le parecieron tiernas y sensuales a la vez. Intentó disimular la erección sin lograrlo.
―Cabrona, ni aquí dejas de pensar en carne ―dijo Rogelia al tiempo que su manaza se le estampaba en la espalda―, querías que viéramos bellezas y tú mientras te relames con las nalgas de la Paca.
―Ve el mar, mensa ―contestó, sonrojado―. Ve la playa, Jamás en la vida verás algo más hermoso.
―Pues el mar no se me hace nada chulo. Desde el embarco en Veracruz tengo ganas de echar las tripas pa’ fuera.
―Fáltale a usted poesía en el alma, mi adusta Rogelia, y sóbrale palurdez ―declamó Augusta con esa voz, entre susurro y rezo, que le era tan propia. Su caminar era el de cualquier poeta, y su hablar, tan afectado como el de ellos.
―Me faltan palabras, Jorgetona, pero a ti te rebosan.
―Tanto como a ti los kilos, mi paquidérmica par ―Augusta se volvió con un mohín. Siempre había insistido en que le dijeran Augusta, y no ocultaba su molestia si le llamaban por su nombre de macho.
―Siempre he dicho que los bardos tienen la lengua demasiado afilada, en consonancia con su apetito.
―En otras palabras, que están muertos de hambre ―remató Juan.
Por un momento, los cinco quedaron en silencio, uno al lado del otro, aferrados a la baranda. En verdad que la playa de Sisal contenía promesas y esperanzas nuevas. Era como si en esas tierras todas las posibilidades estuvieran abiertas. El navío de vapor se fue acercando al muelle; las paletas de la rueda golpeaban el agua con ritmo amodorrado mientras que los soldados preparaban sus pertrechos en la cubierta del barco. La quietud del momento no podía durar, bien lo sabían. La belleza nunca dura. Un chasquido y un dolor compartido en las espaldas les rompieron el encanto.
―¡A ver, pinches maricones! ―el sargento Muñoz señalaba con el látigo los implementos de cocina del batallón al tiempo que dos jenízaros se acercaron a quitarles los grilletes―. Ustedes bajan primero. Agarren sus chingaderas y cárguenlas en las mulas, que dentro de dos horas la tropa tiene que estar almorzada. ¡Ay de ustedes si no se apuran!
Los cinco obedecieron, con el chicotazo aún vivo en sus lomos. En cuanto el barco atracó, cargaron los trastos y fogones en sus espaldas y bajaron del navío. Hicieron cuatro viajes para desembarcar lo mínimo, mientras que Juana y Rogelia se dirigían a la bodega para bajar las dos mulas cargadas con pertrechos. Poco después, bestias y hombres avanzaron por la playa hasta encontrar tierra firme. En tanto, los otros ocho vapores que traían al 54avo Batallón iban atracando a lo largo de la costa. Rogelia y Augusta se adelantaron tierra adentro para llenar con agua fresca los cántaros de cocina, mientras que Juana intentaba prender fuego a un poco de hierba seca. Jesusa bajaba los pertrechos que las mulitas traían sobre el lomo: carne de caballo de tono verdoso, cebollas cubiertas de moho, frijoles con más gorgojo que leguminosa. Habría que hacer milagros con esto, pensó. Por fortuna, antes de embarcarse, había convencido al sargento Muñoz de acompañarlo al mercado de Veracruz para comprar hierbas de olor y de salud. Se llevó un buen paquete que le ayudaría a salir de este mal paso.
―Órale, pinche Chucha ―ladró Juana, mientras descargaba un cántaro de sus lomos de albañil―, a cocinar para los soldaditos.
Augusta ya había colocado tres de las cacerolas más grandes sobre el fuego. Le agregaron el agua, y luego una buena porción de carne a punto de podrirse. En la tercera, hirvieron una generosa ración de frijoles y papas. Jesús calculaba el número de comensales observando de reojo el desembarco de los demás vapores. Eran cerca de setecientos, de los cuales, por lo menos cincuenta, quizá más, comerían de lo que ellos prepararan. Con ese número en la cabeza, ordenó colocar más cacerolas a hervir. A todas les fue derramando una mezcla de hierbas y semillas que permitirían que aquel potaje inmundo tuviera un sabor aceptable. Aunque, en realidad, la soldadesca a la que tenía que alimentar era todo menos refinada; hombres arrancados de los surcos de la tierra y de las minas que eran felices con totopos y quelites y a los que aquel guiso de caballo les sabía a fiesta patronal.
―¡Órale, esas tortillas deben estar también! ―escuchó a Juana, quien observaba con suficiencia a Augusta y a la Paca. Los dos jóvenes se habían hecho unos virtuosos en el arte de amasar el nixtamal y echar tortillas, y Juana, o «La Juana Bala», como ella se llamaba, era buena para azuzarlos. Pronto las cazuelas expelieron un vapor oloroso, un almuerzo digno, si no de un rey, por lo menos de sus guardias. A lo lejos, la soldadesca terminaba por instalarse; las lonas con que se cubrirían por esas jornadas ya estaban dispuestas, y la mayor parte de los pertrechos militares, en especial los cañones y el parque, estarían en tierra en menos de dos días, listos para avanzar. Eso les daría a ellos, a los Ninfos, un poco de paz en esa maravilla de playa, un poco de pazdespués de todo el infierno que habían pasado luego de la noche del baile.
«Nada podría ser peor», murmuró Jesusa, pero se equivocaba. La selva, con sus mil ojos, los observaba con miedo y odio.
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Los mil ojos de la selva, ganadora del Premio Bellas Artes de Novela «José Rubén Romero» 2024, publicada por Nitro/Press, INBAL, Secretaría de Cultura de Michoacán. Para mayor información, páginas muestra y opciones de compra: https://nitro-press.com/9786078805563

Omar Delgado (Ciudad de México, 1975). Escritor, periodista y docente. En 2005 publicó su primera novela, Ellos nos cuidan. En octubre de 2010 obtuvo el segundo lugar en el concurso de ensayo Carlos Fuentes convocado por la Universidad Veracruzana. En 2011, obtuvo el premio Iberoamericano de Novela Siglo XXI Editores/UNAM/Colegio de Sinaloa, con la novela El caballero del desierto; ese mismo año obtuvo el primer lugar en el Concurso Nacional de Cuento Magdalena Mondragón, convocado por la Universidad Autónoma de Coahuila. Otros libros suyos son: De mujeres ¿mujeres y traiciones? (2015), Habsburgo (2017), Donde no hay Dios (2017) y El don del Diablo (Nitro/Press, 2022).