Ciudad Juárez seguía rota, igual que Nueva York, la CDMX y otras grandes ciudades. Había gente muriendo en las calles, porque clínicas, hospitales y cualquier servicio médico estaban saturados o simplemente se negaban a recibir a quienes ya parecían sentenciados a muerte.
La pandemia se había extendido por todo el mundo, y rondaba también por mi casa y mi patio. Lo mismo que mi nueva vecina, quien cada día subía a su azotea por una escalera colocada junto al techo de una ampliación (un cuarto) construido en el enorme patio de su residencia.
Yo la observaba desde la ventana de mi recámara —sin correr las cortinas, para que no me cachara vigilándola—.
Pasaron los días y dejé de salir a regar mis árboles. Me daba miedo interactuar con ella y contagiarme del virus.
Desde mi ventana descubrí a qué subía todos los días: primero echaba un vistazo a mi patio, luego caminaba al frente de su casa, donde se sentaba en una silla de plástico bajo la sombra de un gran árbol. Desde esa azotea, en el primer nivel de la residencia, tenía una vista panorámica del parque, bien cuidado. Ahí se ponía a fumar y a leer… a veces un libro, otras una revista.
Me di cuenta también de que siempre llevaba consigo un termo. Cada vez que fumaba o bebía, se bajaba el cubrebocas al cuello y luego se lo colocaba de nuevo en su sitio. Era cuidadosa; se notaba que tomaba todas las precauciones para no contagiarse de ese coronavirus que flotaba por todos lados.
Desde la ventana de mi recámara, ubicada en la planta alta, también constaté que mi vecina tenía un cuerpo bien formado. No sabía si era fanática del ejercicio o si su musculatura era natural, pero caminaba con gracia. Por la distancia, no distinguía con claridad sus facciones, pero era evidente que no tenía una cara común… Al contrario: cada vez que se bajaba el cubrebocas, su rostro se percibía atractivo.
Si me preguntaran, diría que era talla 5, de cabello negro que le caía por debajo de los hombros. Su piel era morena clara. No era muy alta, pero tampoco una pilinguija.
Sin duda, era una auténtica norteña, por su acento al hablar y por su estatura.