Queda usted invitado a presenciar la muerte violenta y las opiniones insólitas del excéntrico Roderick Usher, último descendiente de una familia de abolengo oscurecida por la sospecha del incesto que más o menos se confirma a lo largo de este viejo cuento y caserón enigmático que de alguna forma no envejece y se preserva perfecto en su podredumbre y elegancia enlamada.
La opinión más insólita y piedra angular sobre la que el cuento se construye es que la conciencia sintiente no solo es de humanos, animales, tal vez vegetales, sino que también, aquí el asombro, es de piedras, muebles y demás cosas inanimadas que componen el hogar ancestral y que para Usher no son meros objetos sino sujetos ocultos, poseedores de una sensibilidad y quizás también de una mente propia.
Semejante opinión en el siglo 19 habría sido motivo para vigilancia y castigo. En nuestra era psiquiátrica y post psiquiátrica, de relativismo sin cabeza y con vocabulario expandido para catalogar las distintas dolencias, podríamos decir que Roderick disfruta de un coctel de paranoia con chaser psicótico. La actitud no obstante es más o menos la misma: Usher está mal, nosotros, menos mal.
Lo que no conviene olvidar es la invención de Poe: elige un delirio que contradiga la realidad unívoca a la que estamos todos inscritos, haz que el delirio escape lentamente de la mente enferma del delirante, y lleva al relato, al final, a un jovial regicidio. Subvierte pues, la sana cosmovisión del lector y pon en su lugar, por un instante, una cabeza deforme que proyecte una fantasía enfermiza. La técnica para que la locura derroque a la razón no es sin embargo ningún capricho o ensoñación nebulosa. Los mejores relatos de Poe ascienden a la manía con la escalera que construye el lenguaje analítico y el método seudo-científico. Tal perversión inaugura una nueva forma de arte, y prefigura el delirio post racional en el que hoy nos adentramos a la velocidad de un tren bala.
Más o menos cien años después los surrealistas canonizan a Edgar. Nosotros, que seguimos a Sade, a Poe, y a Carrol, no estamos mal, dicen ellos, estamos magníficamente bien. Porque no hay mejor salud mental que la que parte de la psicopatología para crear un mundo habitable. Edgar Allan Poe habrá sido un hombre enfermo pero también fue un profeta. Porque si Dios ha muerto (y de eso estamos seguros), ¿a dónde podemos navegar en busca de un lugar donde la vida anímica (la del alma) sea posible, lejos del tedio glacial y el vacío inhumano de nuestra era? La razón Europea ha contaminado los 6 continentes. Es nuestro deber, decían ellos, contrarrestarla. La locura es un nuevo continente, y Edgar Allan Poe no tuvo que esclavizar a nadie más para descubrirlo.
El sueño de los surrealistas, claro, hoy está muerto. Como todo. Como el mismo Edgar. Como Usher y su casa/teatro de especulación metafísica, que al final, en un alto efecto poético, se hace cripta submarina y se reintegra al paisaje primitivo del que siempre fue parte.
¿Y la locura elemental ondeando su bandera color sangre allá en la X del eje cartesiano? Ella está bien. Ella prospera y abre incontables sucursales. Ella nos subcontrata, pero no seamos sentimentales: ella no nos necesita. Pues ya vendrán otros muñecos y ya vendrán otros tableros. ¿Y cuando sea hora de apagar la luz y meter todo en el baúl y de ponerle candado y de por fin sepultarlo, ahora sí, sepultarlo a tiempo y no de manera prematura? Pues se pondrá horizontal. Ven a la cama, hermanito, dirá ella, con sonrisa lunar y boca-dientes rotos que dice sin lengua: Time for my beauty sleep (giggles, giggles… ruido blanco… más giggles) …
———————-
Eduardo Padilla (Vancouver, 1976) es autor de Zimbabwe (El Billar de Lucrecia), Minoica (escrito en colaboración con Ángel Ortuño, publicado por Bonobos), Mausoleo y áreas colindantes (La Rana), Blitz (filodecaballos), Un gran accidente (Bongo/3pies), Hotel Hastings (Cinosargo) y la antología Paladines de la Auto-Asfixia Erótica (Bongo Books). Su libro más reciente es Zwicky (Cinosargo).