En los oscuros corredores del poder, Donald Trump se mueve como una marioneta de los grandes magnates estadounidenses, esos titanes de la industria tecnológica y bélica que sostienen los hilos invisibles de la economía y la política. El multimillonario convertido en presidente por segunda vez es, en muchos sentidos, el epítome de una era en la que la riqueza no solo compra mansiones y yates, sino también influencia política y capacidad de moldear el destino de naciones enteras.
La ONG Oxfam, con su constante llamado a la conciencia global, ha vuelto a advertir sobre la peligrosa consolidación de una oligarquía aristocrática en Estados Unidos. En su último informe, muy interesante por cierto, expuso cómo las fortunas de los más ricos crecieron de manera exponencial, sumando 2 billones de dólares en un solo año, mientras millones de personas en el mundo permanecen atrapadas en la pobreza. En el centro de esta red de poder están figuras como Elon Musk, Jeff Bezos, Mark Zuckerberg y Larry Ellison, quienes, en conjunto, acumulan más riqueza que la mitad más pobre de la sociedad estadounidense. Estos nombres, convertidos en sinónimo de progreso tecnológico, también representan la creciente desigualdad que amenaza con fracturar el tejido social.
Trump, con su carisma abrasivo y su retórica incendiaria, ha sabido alinearse con estos titanes del capital. Su estrecha relación con Elon Musk, quien financió parte de su campaña y ejerció un papel extragubernamental al proponer recortes al gasto público, es un símbolo de cómo la línea entre el poder político y el económico se ha vuelto borrosa hasta desaparecer. Durante su primer mandato, Trump no solo asistía a las convenciones de fabricantes de armas, sino que también consolidaba su imagen como defensor de los intereses de las grandes corporaciones. Su retorno a la Casa Blanca no es sino la reafirmación de este matrimonio cómodo entre el poder empresarial y el político.
En su segundo mandato, Trump ha declarado el inicio de una “era dorada” que, en realidad, se perfila como un período de oro solo para aquellos que ya están en la cúspide. Sus medidas, que incluyen el reforzamiento del programa “Quédate en México” y la militarización de la frontera sur, no solo perpetúan la criminalización de los migrantes, sino que también refuerzan la narrativa del miedo que tan eficazmente ha utilizado para movilizar a su base política. La declaratoria de emergencia nacional y el nombramiento de los cárteles como organizaciones terroristas extranjeras son estrategias que distraen de los verdaderos problemas estructurales y consolidan su imagen como el protector de la nación frente a enemigos inventados, como los migrantes.
Detrás de estas decisiones están los intereses de los fabricantes de armas, quienes se benefician directamente de las medidas que promueven la militarización y el conflicto. Trump, siempre en sintonía con ellos, se ha convertido en su portavoz más eficaz, asistiendo a sus convenciones y defendiendo sus intereses bajo la bandera del patriotismo. Su discurso resume las demandas de estos grupos, que han encontrado en él al aliado perfecto para preservar su poder e influencia.
Pero la complicidad de Trump con esta nueva aristocracia no se limita al ámbito nacional. Su participación en el Foro Económico Mundial de Davos, donde los grandes líderes políticos y económicos del mundo se reúnen para trazar el curso del futuro, es un recordatorio de cómo el poder se concentra cada vez más en unas pocas manos. En este escenario, Trump actúa como el rostro público de un sistema que prioriza las ganancias de unos pocos sobre el bienestar de la mayoría.
Tiene razón el senador Bernie Sanders cuando asegura que estos magnates “están en condiciones de comprar un país”. La denuncia de Oxfam también es clara, porque mientras unos pocos acumulan riquezas inimaginables, millones de personas permanecen atrapadas en la pobreza. Esta disparidad es una cuestión de economía y se trata de una amenaza directa a la democracia y al tejido social. La creciente influencia de esta nueva oligarquía socava los principios fundamentales de equidad y justicia, reemplazándolos con un sistema donde el poder está al servicio de quienes pueden pagar por él.
La figura de Trump, lejos de ser la de un líder independiente, es la de un hombre que ha sabido cómo jugar las cartas que le dieron los verdaderos dueños del poder. Su retórica populista y su imagen de outsider político o showman no son más que una fachada para ocultar su papel como instrumento de aquellos que controlan los hilos. En última instancia, su legado no será el de un líder que transformó a su país, sino el de una marioneta que bailó al ritmo de los magnates que lo sostuvieron.