En la primera parte del análisis de la obra de Shelley, así como de la adaptación fílmica del mexicano Guillermo del Toro, sugerimos diversas teorías sobre la dualidad de Victor Frankenstein: entre el ser racional que da vida a una criatura armada de restos de personas fallecidas y la personalidad impensable para el racional Victor a través de la propia criatura y sus deseos inconscientes.
Aquí puedes leer la primera parte: ¿Todos somos Frankenstein?
Freud plantea que la identidad de las personas debe su génesis al deseo de sus personas cercanas, un deseo que nace de la cercanía de quienes forman su primer vínculo.
Lacan afirma en su teoría que las personas nacen ya inscritas en el deseo del Otro, pues mucho de lo que formará su cultura, sus creencias y sus anhelos ya está inscrito en las reglas a las que se someterá incluso antes de nacer; es lo que le permite constituir su yo, tal como el mismo Lacan lo plantea en su estadio del espejo, cuando ya va forjando un yo consciente.
Podemos entonces conjeturar que la creación de Victor nace fuera de todo deseo humano, tal como lo proyecta el filme reciente cuando Frankenstein expone ante la comunidad sus hallazgos. Es así como emergen los deseos más inconscientes de todos los seres humanos, aquellos que desafían las normas sociales y que, de la misma manera, son contrarios a la razón.
Los deseos de la criatura o del monstruo son entonces algo que no cabe en una conciencia social, pues son contrarios a las reglas. No por nada, dentro del filme, en varias escenas le gritan a Victor que él es realmente el monstruo, ya que ha desplazado sus deseos —o aquello que no quiere ser— hacia su propia creación.
Esto nos lleva a volver a las analogías literarias de la creación de un doble que es paradójico al personaje principal y que desafía todas las lógicas establecidas en cualquier época. Erich Fromm expone una teoría interesante: para cada sociedad lo prohibido es relativo y, por ende, los deseos inconscientes o las pulsiones primarias varían en relación con la cultura, cuando afirma que:
“Mientras tales estados orgiásticos constituyen una práctica común en una tribu, no producen angustia o culpa. Participar en ellos es correcto e inclusive virtuoso, puesto que constituyen una forma compartida para todos, aprobada y exigida por los médicos brujos o los sacerdotes; de ahí que no existan motivos para sentirse culpable o avergonzado.
La situación es enteramente distinta cuando un individuo elige esa solución en una cultura que ha dejado atrás tales prácticas comunes. […] En contraste con los que participan en la solución socialmente aceptada, tales individuos experimentan sentimientos de culpa y remordimiento.”
(Fromm, 2005, pág. 22)
Los deseos inconscientes son entonces una orfandad simbólica, ya que yacen en el ello y resultan imposibles para la consciencia, lo que impide que puedan formar parte de un yo estable en términos sociales y lo sume en una tensión psíquica constante, pues las pulsiones primarias son vistas como irracionales en nuestra sociedad occidental, cosa que puede ser muy distinta en otras latitudes. Por lo tanto, el monstruo viene a ejemplificar todo aquello que se desea pero que no puede ser deseado por el gran Otro en términos lacanianos.
En el desarrollo de la trama podemos ver cómo se va forjando el carácter de Victor y cómo va reprimiendo muchas situaciones, desde la pérdida de la madre —que pudiese ser el objeto “a” teorizado por Lacan— hasta infinidad de situaciones que desplaza a otro ser que construye pero que le resulta repugnante.
Tal como lo expusimos en la entrega anterior, Freud hace una ruptura epistémica cuando se da cuenta de que no es solo la búsqueda del placer lo que guía al ser humano. En Más allá del principio del placer se enfrenta a las dos grandes fuerzas: el principio del placer descrito como Eros (vida, amor, unión) y el de muerte conocido como Thanatos (muerte, destrucción, desintegración).
Así, las tensiones libidinales se mantienen en la manifestación de un deseo genuino de amar y ser amado bajo el primer principio —su intento por aprender el lenguaje, comprender la otredad y formar vínculos afectivos— y su contraparte, Thanatos, como una pulsión amorosa que se invierte en agresión. El dolor psíquico de estas tensiones se desplaza en venganza hacia una sociedad que resulta intolerante.
En conceptos freudianos, la destrucción se dirige hacia afuera como defensa ante la autoagresión; esa es la creación que resulta paradójica para Victor y ante la cual le resulta tan repugnante, mientras esta comienza a ser aceptada por una identificación con quien considera agresor, repitiendo el mismo rechazo que sufrió.
Siendo el propio Victor la criatura y viceversa, transforman en odio la presencia de uno y otro: es la tensión psíquica entre el ello y el superyó, como mecanismo de defensa para buscar la aceptación social. Como sucede en los sueños de angustia, la creación de Victor es aquello incomprensible para la conciencia. Analicemos lo que expone Freud de un caso clínico que ha sido analizado infinidad de veces hasta nuestra época:
“Es de noche y un padre exhausto se encuentra velando el ataúd de su joven hijo cuando se queda dormido y sueña que éste se le acerca en llamas formulando un terrible reproche: ‘Padre, ¿no ves que estoy ardiendo?’
Poco después se despierta y descubre que una vela ha caído sobre la mortaja de su hijo y ésta ha comenzado a arder; el padre había introducido en su sueño del hijo ardiendo el humo que olía para poder seguir durmiendo.
Así pues, ¿se despertó el padre cuando el estímulo externo (el humo) se volvió demasiado fuerte para contenerlo en el escenario onírico? ¿O fue más bien al contrario, que el padre creó el sueño para seguir durmiendo y evitar el desagradable despertar? Como quiera que fuese, lo que encontró en el sueño —la pregunta literalmente ardiente, el terrorífico espectro de su hijo formulando el reproche— fue aún más insoportable que la realidad, así que se despertó para huir a esa realidad exterior. ¿Por qué? Para continuar soñando, para evitar el insoportable trauma de la culpa por la dolorosa muerte del hijo”.
(Freud, 1983)
Primeramente sería necesario apuntar, según se desprende de la obra freudiana sobre la interpretación de los sueños, que existe una ligazón intrínseca entre el momento onírico y los estímulos sensoriales externos. Si bien pueden ser un factor preponderante, no puede tomarse como una regla general.
Más, dado que en el caso que nos ocupa el padre quiere alejarse de lo real y sumergirse en una realidad paralela como lo es el sueño, en el caso de Victor la alegoría es la criatura; por lo que, al presentarse sin las censuras propias de los sueños o al analizar su creación en el caso de Frankenstein, termina siendo más aterradora y prefiere volver a la realidad material.
Es uno de los llamados sueños de angustia cuya realidad resulta inadmisible para el yo consciente, como lo es tanto para Victor como para la creación que toma vida propia en el relato, en lo cual nos encontramos con una contraposición de lo que disfraza la realidad.
Desde la teoría freudiana, el monstruo puede entenderse como el retorno material de lo reprimido de Victor Frankenstein. Todo lo que rechaza en sí mismo —y que debe su génesis a la relación traumática con su padre, quien le lega sus propios deseos para hacerlos parecer como propios: deseos de poder, de manipulación, la ambición de ser siempre el mejor y conservar el apellido legado, pero también las culpas y las agresiones que luego, en estado de conciencia, lo hacen ver como un ser monstruoso.
Continuará… (Tercera y última parte)
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Trabajos citados
Freud, S. (1983). Obras completas. Buenos Aires: Amorrortu.
Fromm, E. (2005). El miedo a la libertad. Buenos Aires: Paidós.

