Nunca podrá considerarse inocuo escoger una de las máximas tragedias nacionales como telón de fondo, al menos desde la perspectiva del autor. Si bien podría exculparse, de manera comprensible y dado su limitado punto de vista, a los personajes generados en la obra —incluyendo al propio narrador autodiegético, por más omnisciente que este parezca— de sus pensamientos, sentimientos o expresiones, el contexto elegido inevitablemente condiciona la interpretación.
Más allá de lo documental, testimonial e incluso jurídico —y esto siempre limitado por los distintos prismas que imponen las perspectivas de los participantes, tanto protagonistas reales como históricos—, el 68 mexicano ha sido escenario de innumerables recreaciones. Estas van desde relatos crudos, centrados en lo eminentemente ideológico o político, como Los días y los años de Luis González de Alba, El gran solitario de Palacio de René Avilés Fabila, Muertes de Aurora de Gerardo de la Torre o Los símbolos transparentes de Gonzalo Martré, consideradas ya novelas clásicas del movimiento; hasta Rojo amanecer de Jorge Fons, una película indispensable. Estos enfoques iniciales, ideológicos y políticos, han evolucionado hacia obras que exploran lo intelectual, lo policiaco o incluso lo detectivesco, como el filme Borrar la memoria de Alfredo Gurrola.
Con el tiempo, estas representaciones también han dado paso a elaboraciones más románticas o incluso sentimentales, como Tlatelolco: Verano del 98 de Carlos Bolado, y versiones parcialmente o totalmente fantásticas, como la novela Héroes convocados de Paco Ignacio Taibo II o la película de ciencia ficción Los parecidos de Isaac Ezban.
Derivado de esta diversidad, no sorprende que disciplinas como la fotografía, las artes plásticas, el cine, la poesía, el teatro, el cuento y, especialmente, la novela, se conviertan en el tejido donde convergen los sentires reales, meramente emotivos o nebulosamente nemotécnicos de aquellos protagonistas históricos o sus coetáneos. Estos, situados ahora frente a los expectantes receptores de tiempos más recientes, invitan a una mirada que, quizás por primera vez, se aproxima con asombro y perplejidad a aquellos lejanos eventos.
En casi todos los casos, el trasfondo predominante está constituido por el dolor, el agobio y la impotencia, o quizá por los remordimientos de no haber actuado de manera más decidida antes, durante o después de los épicos, pero también dolorosos y trascendentales, sucesos.
En Sombras de Tlatelolco, Mauricio Yáñez, lejos de pretender aportar nuevas visiones al respecto —lo que sería casi equivalente a redescubrir el agua tibia—, emprende, eso sí, la tarea de rendir homenaje tanto a la gesta concomitante como al género de la novela policiaca.
Sin embargo, en esta novela cronicada o crónica novelada, paradójicamente, Tlatelolco no es el escenario principal, sino un mero presentimiento, un límite, un horizonte que se cierne aciago desde las particulares anécdotas centrales —la búsqueda de unos médicos desaparecidos, seguida por el tropiezo con algunos asesinatos un tanto estrambóticos—, hasta que, inopinada y sorpresivamente, como debe ser, el caso policiaco central llega a su conclusión.
El gran entorno, en cambio, vibrante e imponente en todo momento, está conformado por los rincones más emblemáticos de la Ciudad de México: el Centro Histórico (el Zócalo, el pasaje Catedral y el antiguo barrio universitario de San Ildefonso), las colonias San Rafael y Guerrero y sus inmediaciones, y, en el extremo opuesto, Coyoacán y la entonces naciente Ciudad Universitaria. Todo esto sin descartar los dispersos recintos fríos y atemorizantes: sótanos, anfiteatros, submundos y demás bajofondos.
En la recreación de esa difusa nostalgia ambiental, al menos a mi parecer, reside el mayor de sus aportes.
Barroca como es la ciudad y barroco como es este país, es en este entorno de claroscuros donde algunas otras sombras adquieren preeminencia o se magnifican, con razones atendibles o sin ellas. Una riña estudiantil, en apariencia insustancial, que provoca una inmoderada represión policiaca, se convierte solo en el preámbulo para revelar el asfixiante ambiente de opresión política (ligada también a la corrupción) que el omnipotente sistema diazordacista —ese sí una dictadura— ejercía de manera cada vez más inflexible, especialmente sobre los sectores marginados. Entre estos se encontraban los estudiantes, particularmente aquellos de extracción popular, sin mayor voz ni voto. Esto ocurría en un país todavía joven y semirrural, mientras que en otras partes del mundo (como Francia y Europa en general, o Cuba y otros sitios de Latinoamérica) ya soplaban escasos pero potentes vientos libertarios, e incluso eminentemente revolucionarios.
En el trayecto, queda mucho más que evidente que la represión del Estado priista contra diversos movimientos —obreros (como el ferrocarrilero de 1958-1959), campesinos (como el de Rubén Jaramillo en 1962) y sus líderes sociales (ya fueran socialistas, comunistas o de otro cuño)— o contra sectores oficialistas que mostraban disconformidad, como el movimiento de los médicos hacia 1964-1965, se ejercía de manera cruenta y sistemática. Por otra parte, el talante marcadamente fascista del gobernante en turno y sus ostensibles promesas de progreso y modernidad no eran suficientes para acallar el creciente descontento.
El personaje central, Fabián Cordero, un historiador que accidentalmente se convierte en detective, se presenta más como una víctima que como un agente proactivo. Es un antihéroe que, aunque finalmente demuestra inteligencia, se muestra un tanto falto de recursos e incluso de carisma. Solo de manera circunstancial se ve orillado a acercarse al movimiento estudiantil, y debido a sus ya mencionadas carencias, termina pactando, a su pesar, con las autoridades que lo asisten y supuestamente lo protegen.
A lo largo de la trama, Cordero enfrenta las profundidades y pesares de su pasado personal y familiar, al tiempo que lidia con un reciente rompimiento amoroso, que, de algún modo, pronto encuentra alivio en la «sanadora luz» de una relación con una corresponsal extranjera, un vínculo que, aunque alentador, se revela inevitablemente transitorio. ¿Amor? Tal vez, pero teñido de inevitabilidad. En este contexto, surgen tintes rosas, además de matices agridulces, que oscilan entre el anhelo de engañar o mitigar la muerte y el dolor a través de arrebatos vitales, y anécdotas de camaradería solidaria, algunas de ellas divertidas. Se incluyen también guiños poéticos y musicales que alivian la pesadez del ambiente, junto con otros tópicos propios del género policiaco.
Sin embargo, este policiaco no evoca tanto a Agatha Christie o Conan Doyle, sino que se enraíza más en la tradición mexicana, representada por autores como Rodolfo Usigli (Ensayo de un crimen), Rafael Bernal (Complot Mongol) o Rafael Ramírez Heredia (Con M de Marilyn), además del ya citado Paco Ignacio Taibo II. No obstante, aquí se carece de la aguda mirada, el tratamiento del lenguaje y la picaresca que caracterizan a estos últimos tres.
Y ya entrados en el análisis y la crítica, por supuesto que, primordialmente como meros lectores o espectadores, considero que el esfuerzo del autor Mauricio Yáñez merece reconocimiento y agradecimiento. Nos encontramos ante una pieza literaria valiosa, aunque, con todo, debe sopesarse en su justa dimensión. Así, en un primer balance exigente, sentenciaría que aquí el historiador le gana la partida al novelista. La tensión dramática de algunos pasajes no logra estar convenientemente desarrollada o dosificada, y a sus personajes principales les falta algo más de profundidad y garra, especialmente en los momentos clave.
Por ejemplo, Camille, quien en teoría es una chica excepcionalmente destacada, solo ocasionalmente dice algo verdaderamente inteligente. Aunque podría ser una gran ventana al mundo, termina siendo un personaje sobradamente desaprovechado. En contraste, Ofelia (la ex), con apenas unas cuantas apariciones, se roba las escenas en las que participa. Por otro lado, mientras que hay cierta complacencia en describir escenas eróticas con personajes completamente intrascendentes (que incluso podrían omitirse sin afectar en nada la trama), los encuentros amorosos con las mujeres centrales suceden de manera velada, apurada y, exagerando un poco, como si ocurrieran con persianas abajo y luces apagadas.
Esta observación es solo un ejemplo. Sin entrar en más detalles (y evitando spoilers), cabe señalar que, en el pasaje climático, las acciones, razones, obsesiones, motivaciones y métodos del asesino no resultan del todo atendibles ni convincentes. Preguntas como “¿A quién mataba con esas muertes? ¿Qué perverso sentimiento satisfacía con esos asesinatos?” (p. 198) no terminan, desde mi percepción, de ser respondidas de manera satisfactoria.
En cuanto al estilo del narrador, y aunque podría considerarse un rasgo típico de la novela policiaca, la repetición de formulismos (el Ford 1957, el sombrero al estilo Humphrey Bogart, los nombres y cargos completos –y demás detalles– de personajes ya mencionados…) llega al exceso.
Por otro lado, y a pesar de que algunas cosas me complacieron sobremanera, como los guiños contextuales sobre los avances tecnológicos, la televisión, el cine, el rock, el lenguaje juvenil, o las proclamas de nacionalismo frente al imperialismo, así como las ideologías revolucionarias marxistas (o al menos ciertas proclamas idealistas), o los elogios y críticas a personajes de la historia patria (o latinoamericana), tanto lejana como reciente, hay un vacío significativo. Faltan o se mencionan de manera apenas tangencial o tibia, lo cual resulta extraño, dado que tanto el autor como el narrador principal son historiadores. Esto, sin contar que algunas apostillas menores sobre cultura popular desconciertan o no encajan del todo.
Asimismo, en cuanto al planteamiento estructural de la novela, particularmente en lo que respecta a la apertura, el cierre y su respectivo empalme, se aprecia un desfase incomprensible.
En cuanto al trabajo editorial de El Canto de la Alondra, aunque ciertamente en ascenso, debe evaluarse en consonancia con ello. El libro resulta agradable en términos de presencia física, pero, además de los puntos ya señalados, se cuelan algunos gazapos contados, pero muy evidentes, lo que demuestra que tal labor sigue siendo perfectible. En todo caso, cada lector –por supuesto– tendrá su propia opinión.
En el balance de aciertos y defectos permisibles, con todo, me declaro muy complacido de integrar esta novela a mi bagaje y biblioteca personal, especialmente en lo que respecta a las temáticas aquí enunciadas.
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Mauricio Yáñez Bernal es un narrador mexicano. Licenciado en Historia por la Escuela Nacional de Antropología e Historia enah en 1997. Máster en «Democracia y Educación en Valores en Iberoamérica» por la Universidad de Barcelona en 2004. Participó en el Taller de Narrativa Breve impartido por Edmundo Valadés en el Museo Carrillo Gil de 1992 a 1993.
Catedrático de la enah de 2000 a 2020. Ha impartido conferencias tanto de historia como de literatura en diversas instituciones educativas de nivel superior. Ha publicado cuentos y relatos en la aplicación digital Ipstori, en Anestesia. Revista de Literatura y en diversas publicaciones estudiantiles. Articulista y editorialista del semanario Trilogía Periodística de difusión local en el Estado de México en 1990. Ganador del Primer Lugar en el Concurso Nacional de Expresión Literaria sobre los Símbolos Patrios en el rubro de Narrativa. Mantiene el blog historiasadestiempo.blogspot.com
Mauricio Yánez, Sombras de Tlatelolco, México, El Canto de la Alondra, 2024.