Sí, aunque marcho por el valle de la Sombra.
(Salmo de David, XXIII)
Vosotros los que leéis aún estáis entre los vivos; pero yo, el que escribe, habré entrado hace mucho en la región de las sombras. Pues en verdad ocurrirán muchas cosas, y se sabrán cosas secretas, y pasarán muchos siglos antes de que los hombres vean este escrito. Y, cuando lo hayan visto, habrá quienes no crean en él, y otros dudarán, mas unos pocos habrá que encuentren razones para meditar frente a los caracteres aquí grabados con un estilo de hierro.
El año había sido un año de terror y de sentimientos más intensos que el terror, para los cuales no hay nombre sobre la tierra. Pues habían ocurrido muchos prodigios y señales, y a lo lejos y en todas partes, sobre el mar y la tierra, se cernían las negras alas de la peste. Para aquellos versados en la ciencia de las estrellas, los cielos revelaban una faz siniestra; y para mí, el griego Oinos, entre otros, era evidente que ya había llegado la alternación de aquel año 794, en el cual, a la entrada de Aries, el planeta Júpiter queda en conjunción con el anillo rojo del terrible Saturno. Si mucho no me equivoco, el especial espíritu del cielo no sólo se manifestaba en el globo físico de la tierra, sino en las almas, en la imaginación y en las meditaciones de la humanidad.
En una sombría ciudad llamada Ptolemáis, en un noble palacio, nos hallábamos una noche siete de nosotros frente a los frascos del rojo vino de Chíos. Y no había otra entrada a nuestra cámara que una alta puerta de bronce; y aquella puerta había sido fundida por el artesano Corinnos, y, por ser de raro mérito, se la aseguraba desde dentro. En el sombrío aposento, negras colgaduras alejaban de nuestra vista la luna, las cárdenas estrellas y las desiertas calles; pero el presagio y el recuerdo del Mal no podían ser excluidos. Estábamos rodeados por cosas que no logro explicar distintamente; cosas materiales y espirituales, la pesadez de la atmósfera, un sentimiento de sofocación, de ansiedad; y por, sobre todo, ese terrible estado de la existencia que alcanzan los seres nerviosos cuando los sentidos están agudamente vivos y despiertos, mientras las facultades yacen amodorradas. Un peso muerto nos agobiaba. Caía sobre los cuerpos, los muebles, los vasos en que bebíamos; todo lo que nos rodeaba cedía a la depresión y se hundía; todo menos las llamas de las siete lámparas de hierro que iluminaban nuestra orgía. Alzándose en altas y esbeltas líneas de luz, continuaban ardiendo, pálidas e inmóviles; y en el espejo que su brillo engendraba en la redonda mesa de ébano a la cual nos sentábamos, cada uno veía la palidez de su propio rostro y el inquieto resplandor en las abatidas miradas de sus compañeros. Y, sin embargo, reíamos y nos alegrábamos a nuestro modo -lleno de histeria-, y cantábamos las canciones de Anacreonte -llenas de locura-, y bebíamos copiosamente, aunque el purpúreo vino nos recordaba la sangre. Porque en aquella cámara había otro de nosotros en la persona del joven Zoilo. Muerto y amortajado yacía tendido cuan largo era, genio y demonio de la escena. ¡Ay, no participaba de nuestro regocijo! Pero su rostro, convulsionado por la plaga, y sus ojos, donde la muerte sólo había apagado a medias el fuego de la pestilencia, parecían interesarse en nuestra alegría, como quizá los muertos se interesan en la alegría de los que van a morir. Mas aunque yo, Oinos, sentía que los ojos del muerto estaban fijos en mí, me obligaba a no percibir la amargura de su expresión, y mientras contemplaba fijamente las profundidades del espejo de ébano, cantaba en voz alta y sonora las canciones del hijo de Teos.
Poco a poco, sin embargo, mis canciones fueron callando y sus ecos, perdiéndose entre las tenebrosas colgaduras de la cámara, se debilitaron hasta volverse inaudibles y se apagaron del todo. Y he aquí que de aquellas tenebrosas colgaduras, donde se perdían los sonidos de la canción, se desprendió una profunda e indefinida sombra, una sombra como la que la luna, cuando está baja, podría extraer del cuerpo de un hombre; pero ésta no era la sombra de un hombre o de un dios, ni de ninguna cosa familiar. Y, después de temblar un instante, entre las colgaduras del aposento, quedó, por fin, a plena vista sobre la superficie de la puerta de bronce. Mas la sombra era vaga e informe, indefinida, y no era la sombra de un hombre o de un dios, ni un dios de Grecia, ni un dios de Caldea, ni un dios egipcio. Y la sombra se detuvo en la entrada de bronce, bajo el arco del entablamento de la puerta, y sin moverse, sin decir una palabra, permaneció inmóvil. Y la puerta donde estaba la sombra, si recuerdo bien, se alzaba frente a los pies del joven Zoilo amortajado. Mas nosotros, los siete allí congregados, al ver cómo la sombra avanzaba desde las colgaduras, no nos atrevimos a contemplarla de lleno, sino que bajamos los ojos y miramos fijamente las profundidades del espejo de ébano. Y al final yo, Oinos, hablando en voz muy baja, pregunté a la sombra cuál era su morada y su nombre. Y la sombra contestó: «Yo soy SOMBRA, y mi morada está al lado de las catacumbas de Ptolemáis, y cerca de las oscuras planicies de Clíseo, que bordean el impuro canal de Caronte.»
Y entonces los siete nos levantamos llenos de horror y permanecimos de pie temblando, estremecidos, pálidos; porque el tono de la voz de la sombra no era el tono de un solo ser, sino el de una multitud de seres, y, variando en sus cadencias de una sílaba a otra, penetraba oscuramente en nuestros oídos con los acentos familiares y harto recordados de mil y mil amigos muertos.
Traducción de Julio Cortázar
La muerte de Edgar Allan Poe en octubre de 1849 dejó tras de sí una sombra tan densa como las atmósferas que él mismo urdió en sus relatos. Con tan solo cuarenta años, Poe abandonó este mundo, llevándose consigo los secretos de sus tormentos personales y dejándonos una obra que sigue resonando en las letras universales. Nacido en Estados Unidos, se le reconoce como un maestro insuperable del relato corto y pionero en explorar los oscuros rincones de la mente humana. Su pluma dio forma a un nuevo género: el terror psicológico, con el que sometió al lector a un vértigo interior que lo hace cuestionarse a sí mismo y sus demonios. Poe, con su estilo inconfundible, es considerado el padre no solo del cuento de horror, sino también del relato detectivesco y de la ciencia ficción.
La influencia de Poe se extiende más allá de su país natal, alcanzando la profundidad de la literatura simbolista francesa y configurando la narrativa de autores que siguieron su estela. De hecho, su presencia se intuye en la literatura de fantasmas victoriana y en las obras de autores tan diversos como Franz Kafka, H.P. Lovecraft y Jorge Luis Borges. La obsesión de Poe por el abismo, el misterio y lo desconocido encuentra ecos en estos escritores, quienes también se atreven a explorar los límites de la racionalidad y el absurdo humano.
Fue en 1832 cuando Poe dio sus primeros pasos en el mundo editorial como redactor en el periódico Southern Baltimore Messenger, donde comenzó a afilar su particular estilo. Posteriormente, su talento lo llevó a colaborar en diversas revistas de Filadelfia y Nueva York, ciudades que en su época representaban el núcleo literario estadounidense. Sin embargo, más allá de sus cuentos, es en la poesía donde Poe halló su verdadera voz. Obras como El cuervo (1845) demuestran su dominio casi hipnótico del ritmo y la sonoridad. Este poema se ha convertido en un ícono de la literatura anglosajona, con su lúgubre insistencia en el “nunca más” y sus versos sombríos que han resonado en generaciones de lectores.
Poemas como Las campanas (1849), donde la cadencia metálica recrea una sinfonía inquietante, y Annabel Lee (1849), cargado de una nostalgia por la amada perdida, revelan la sensibilidad y virtuosismo de un poeta cuya existencia se debatió entre la creación y la autodestrucción. Edgar Allan Poe sigue siendo, más de un siglo después, el guardián del umbral literario que nos invita a mirar el abismo y descubrir en él los ecos de nuestra propia alma.