Ricardo Salinas Pliego se ha convertido en una figura que encarna, sin matices, a esos villanos vacíos de cualquier brillo carismático que dominan la pantalla: poderosos, violentos en su humor, seguros de que ninguna regla aplica para ellos.
Si hubiera salido de una serie o película, sería una mezcla inquietante entre Logan Roy —el magnate que confunde abuso con liderazgo— y un antagonista que se ríe del propio sistema que lo sostiene, convencido de que su fortuna le compra incluso una narrativa heroica. Pero aquí, a diferencia de la ficción, no hay guionistas que contengan las consecuencias.
Su negativa reiterada a pagar impuestos —aun después de litigios de década y media y resoluciones judiciales que ya no le dan espacio para huir— lo retrata como ese personaje que cree tener un pacto con la impunidad. En su discurso, él no evade: “solo pelea”. Pero la realidad es otra. Su fortuna no lo exime del deber que millones de mexicanos sí cumplen. Su aparente guerra contra el SAT es en realidad una guerra contra la idea misma de que nadie debe estar por encima de la ley.
Salinas Pliego ha construido una marca personal basada en la estridencia: burlas a la presidenta, insultos disfrazados de sinceridad, ataques a quien no encaja en su visión del país, convocatorias a marchas que terminan en violencia, y un estilo que pretende normalizar la brutalidad verbal como si fuera valentía. Es el magnate que se ríe del Estado, del que presume su yate y se burla de los vulnerables, del contribuyente y de las instituciones, como si la vida pública fuera una arena diseñada exclusivamente para su entretenimiento.
Y no solo enfrenta problemas en México. Su historial en Estados Unidos e Inglaterra muestra que la soberbia empresarial no siempre encuentra territorios amables. Allá no funciona el guion donde él se coloca como víctima del gobierno o de “los pobres que no trabajan”. Cuando cruza fronteras, su narrativa se estrella contra tribunales que lo examinan con la frialdad que él desearía evitar. Eso ya lo hemos visto.
Si lo comparamos con un personaje de pantalla, Logan Roy encaja porque es el patriarca que intenta moldear el mundo a fuerza de berrinche y el dinero. Pero incluso Roy entendía que ciertos límites no se cruzan, que los ataques tienen un costo y que la legitimidad es frágil. En cambio, Salinas Pliego parece convencido de que no hay límite posible: si la ley lo alcanza, se burla; si la crítica crece, insulta; si las instituciones le exigen cuentas, se declara perseguido. Si se ve perdido paga campañas en internet y hasta podría ser, como ya se ha dicho mucho en las redes sociales, uno de los interesados en que las marchas se tornaran violentas. No lo dudamos ni tantito.
Esa postura —la del hombre que desafía el orden común mientras exige privilegios— deja ver no solo al empresario, sino al personaje nefasto que él mismo ha decidido interpretar: el del millonario intocable, el del rebelde que confunde capricho con libertad. Pero el país ya no está para rendirle homenajes a quienes convierten el espacio público en un escenario para su ego.
La crítica es inevitable porque ningún magnate merece poder sin responsabilidad, riqueza sin obligaciones ni influencia sin escrutinio. Y menos aún alguien que responde a la democracia con insultos, a los ciudadanos con desprecio y al Estado con litigios eternos.
En la ficción, estos personajes siempre enfrentan el momento en que su castillo empieza a resquebrajarse. En la realidad mexicana, ese momento parece estar llegando, y no por obra del drama, sino de la justicia que tanto ha tratado de evadir. Le ha llegado su hora.

