Hay mafias que usan pasamontañas, y hay mafias que visten de traje, tuitean con arrogancia y transmiten desde sus propias cadenas de televisión. Ricardo Salinas Pliego, dueño de Grupo Salinas y del vetusto emporio Tv Azteca, representa hoy no sólo el rostro de la impunidad empresarial en México, sino también el de un machismo rancio que se resiste a morir.
Acorralado por una deuda de 74 mil millones de pesos con el SAT, este magnate ha optado por el viejo truco de la distracción, el de atacar periodistas, ofender a mujeres y acusar de “comunista” a todo aquel que se atreva a exigirle lo mínimo: pagar lo que debe.
Los insultos de Salinas Pliego no son otra cosa que una cortina de humo. Una maniobra desesperada de quien ve acercarse el momento de rendir cuentas. El caso no es menor porque la deuda del grupo que encabeza es equivalente al presupuesto que beneficiará a diez millones de personas en el oriente de la Ciudad de México. Cada día que este hombre se niega a pagar, hay millones de mexicanos a los que se les arrebata una posibilidad de vida mejor.
Pero el problema no es solo fiscal. Es ético. Es social. Es político. Salinas Pliego, con la arrogancia de quien ha vivido impune por décadas, se ha permitido agredir verbalmente a periodistas como Sabina Berman, Vanessa Romero Rocha y Denise Dresser. Lo ha hecho desde su cuenta personal, con la seguridad de quien se cree intocable. Lo ha hecho también con una lógica mafiosa, la de atacar para intimidar, desacreditar para silenciar. Su misoginia no es anecdótica, es estructural. Y por eso mismo, debe ser condenada con fuerza, sin matices ni titubeos.
El empresario se comporta como un capo herido, como alguien que sabe que ya no cuenta con la protección que le brindaron gobiernos pasados. Durante décadas, Salinas Pliego construyó un imperio económico basado en el favoritismo, los privilegios fiscales y el chantaje mediático. Pero los tiempos han cambiado. Su desprecio por el Estado, por el pueblo y por las mujeres, ya no encuentra eco en una sociedad que exige justicia y equidad.
La narrativa que intenta posicionar, en la que se presenta como víctima de una “cacería comunista”, es tan absurda como ofensiva. No estamos ante una persecución ideológica, estamos ante un acto básico de justicia fiscal. En cualquier país serio, quien le debe al fisco, paga. Aquí, en cambio, este personaje utiliza todos los recursos legales posibles para evitarlo, al tiempo que desde su televisora lanza campañas de odio y manipulación.
Lo más grave es que no actúa solo. Tiene jueces, magistrados, comentaristas y políticos que todavía lo protegen. Tiene una estructura de poder que se niega a desaparecer. Pero también tiene cada vez menos respaldo social. Su rating cae, su credibilidad se desploma y su nombre se asocia, cada vez más, con la corrupción y la misoginia. Su televisora, su audiencia, se desmorona con los días.
El empresario sabe que el problema no es un debate entre izquierdas y derechas, y debería entender que es una lucha entre los que creen en un país con justicia para todos, y los que siguen defendiendo los privilegios de unos cuantos. Salinas Pliego no es un empresario exitoso. Es un evasor fiscal que ha insultado al pueblo mexicano al negarse sistemáticamente a cumplir la ley. Es un machista que ha pretendido silenciar a las mujeres con violencia verbal. Es, en resumen, el retrato de un poder que ya no debería existir.
El Estado mexicano tiene una deuda con sus ciudadanos. Debe poner fin a esta impunidad y cumplir con su cobro a Salinas Pliego. Que enfrente la justicia, que su misoginia no quede sin respuesta.