La historia de Gaza está escrita con sangre y arena, con el eco de pasos de imperios que han llegado y se han marchado, dejando cicatrices en su tierra y en su gente. La historia en los libros nos cuenta que desde los antiguos egipcios hasta los otomanos, pasando por británicos e israelíes, este pequeño territorio ha sido testigo de los grandes conflictos del mundo, convirtiéndose en un símbolo de resistencia y tragedia. Ahora, en el siglo XXI, la sombra de una nueva ocupación se cierne sobre ella, con la propuesta del presidente estadounidense Donald Trump de tomar el control de la Franja.
El republicano, con su retórica de magnate inmobiliario, presentó su plan como si estuviera vendiendo una propiedad en Las Vegas. Habló de transformar Gaza en “la Riviera del Medio Oriente”, de desplazar a su población y de instaurar un modelo de gobierno estadounidense en la región. La comunidad internacional, como se esperaba, reaccionó con indignación. Desde la ONU hasta Arabia Saudita, pasando por aliados europeos de Estados Unidos, todos condenaron la idea como una violación flagrante del derecho internacional. La propuesta de Trump evoca los peores recuerdos del colonialismo, cuando las grandes potencias redibujaban los mapas sin importar las consecuencias para los pueblos que los habitaban.
Pero más allá de la indignación global, la pregunta central es: ¿qué significa que Estados Unidos tome el control de Gaza? La historia ha demostrado que las ocupaciones extranjeras en Medio Oriente terminan en un cóctel explosivo de resistencia, guerra y crisis humanitaria. El conflicto en Irak, la intervención en Afganistán, la injerencia en Siria; cada uno de estos episodios ha dejado claro que la política de imposición extranjera es insostenible. En Gaza, donde la desesperanza se combina con la resistencia, la idea de una administración estadounidense no haría más que avivar el fuego de la lucha.
Gaza no es solo un territorio; es el hogar de millones de personas que han sobrevivido a décadas de guerra, bloqueos y desplazamiento. El plan de Trump los despoja de su derecho a existir en su propia tierra, empujándolos hacia el exilio y la incertidumbre. Jordania y Egipto, los países propuestos como destino para estos desplazados, han rechazado de plano la idea, conscientes de la carga humanitaria y política que implicaría. La Franja de Gaza es un microcosmos de la tragedia palestina, un recordatorio de que la historia no ha sido justa con su gente.
El rechazo internacional es, en parte, una victoria simbólica para los palestinos, pero también un testimonio de la impunidad con la que Trump lanza propuestas incendiarias sin medir las consecuencias. Lo hizo con México, Canadá, Panamá y China en menos de una semana. Su insistencia en que “a todo el mundo le encanta” su plan nos indica una desconexión profunda con la realidad, una visión imperialista que ignora la complejidad de la región. Mientras tanto, los habitantes de Gaza siguen viviendo entre escombros, atrapados en un conflicto que parece no tener fin.
La historia de Gaza, que nadie lo olvide, es la historia de la resistencia de un pueblo que ha sido obligado a luchar por su derecho a existir. Y aunque los imperios vayan y vengan, aunque los líderes mundiales intenten dictar su destino, Gaza sigue en pie, como un testimonio de la inquebrantable voluntad de su gente y de un mundo que lucha contra la injusticia. Trump puede querer redibujar su mapa, pero la historia de Gaza la escriben quienes la habitan, con su lucha, su dolor y su esperanza.