Que Donald Trump firme en secreto una directiva para autorizar al Pentágono el uso de la fuerza militar contra cárteles que él mismo ha designado como “organizaciones terroristas” no es un simple movimiento táctico contra el narcotráfico. Pareciera más bien, una maniobra que desnuda el talante autoritario del expresidente y, de paso, revela viejos apetitos de Estados Unidos sobre México.
La discreción con que se tomó esta decisión es, en sí misma, alarmante. Una acción que, de concretarse, podría significar la entrada de tropas estadounidenses a territorio mexicano no puede ni debe gestarse en la penumbra de las oficinas presidenciales. El hecho de que la directiva no haya pasado por debate público ni por autorización del Congreso estadounidense indica que Trump buscaba evitar no solo la discusión política, sino también el escrutinio internacional.
De acuerdo com el diario estadounidense The New York Times, su argumento central —que el fentanilo y otras drogas ilegales son una amenaza directa a la seguridad de Estados Unidos— puede sonar legítimo para su base electoral, pero abre la puerta a un precedente peligroso: cualquier país que Washington acuse de “albergar terroristas” podría ser blanco de operaciones militares sin mediar guerra formal. Y aquí la pregunta inevitable: ¿qué garantiza que estas operaciones no se utilicen como pretexto para otros fines?
No es descabellado pensar en los recursos energéticos mexicanos, especialmente el petróleo del Golfo de México, como un interés de fondo. La historia demuestra que cada vez que Estados Unidos ha intervenido militarmente en otro país, los motivos de “seguridad nacional” han terminado entrelazados con objetivos económicos y geoestratégicos. En este caso, la etiqueta de “organizaciones terroristas” aplicada a cárteles mexicanos puede ser el caballo de Troya que permita a Washington instalar bases, controlar puertos o vigilar zonas estratégicas bajo el argumento de “proteger” a su población.
Trump ha hecho de la política exterior una extensión de su ego y de sus intereses electorales. Esta directiva encaja en su estilo, tomar acciones unilaterales, sin transparencia, con un claro desprecio por la soberanía de otros países. Pero más allá de su figura, lo preocupante es la normalización de la idea de que México necesita a las fuerzas armadas estadounidenses para resolver su crisis de violencia, como si se tratara de un protectorado y no de una nación soberana.
El debate no es si los cárteles representan o no una amenaza: lo son, y México enfrenta ese desafío desde hace décadas. La cuestión es que permitir la entrada del Ejército estadounidense bajo cualquier modalidad es abrir la puerta a una invasión que, como la historia ha demostrado, rara vez se retira sin dejar una huella profunda en el territorio y en la política del país intervenido.