Muéstrale a un adolescente promedio la portada del Abbey Road y pregúntale quién es quién; si puede al menos mencionar el nombre de un Beatle, el resultado del experimento ya se podría considerar exitoso y hasta esperanzador. Aquello que para varias generaciones es referencia inequívoca, para los más jóvenes no lo es más. La vieja historia de que en esa fotografía uno representaba un sacerdote, otro un director funerario, otro un enterrador y otro el muerto, y que eso era señal de que en realidad había fallecido y se le había sustituido por un doble, está dejando de ser contada. Para una gran cantidad de la población global, alegóricamente ya se cumplió lo que cantaban Los Apson: “ya no hay Beatles, ya no hay Rolling Stones”. A mí me inquieta pensar en el día en que en realidad Paul, Ringo, Mick, Keith y Ronnie ya no respiren en el mundo en el que tanto influyeron.
Aún así, Paul McCartney, de 82 años, el supuesto muerto descalzo de Abbey Road, se presentó en Monterrey el 8 de noviembre del 2024 ante una multitud compuesta por personas de todas las edades. Un gran acontecimiento: McCartney el de Elanor Rigby y Blackbird, el viudo de la bella fotógrafa Linda Eastman, el cómplice de Lennon, amigo y luego no tanto de Michael Jackson, principal adversario de Yoko, Miembro de la Orden del Imperio Británico y caballero en su sistema de honores, pero también el McCartney de “simply having a wonderful Christmastime” y el mismo de la canción de las ranitas que en México ocasionalmente aparecía en el Canal 5 (XHGC) a mediados de los ochenta (“We all stand together”, del corto animado Rupert and the Frog Song).
Visitas así no son comunes en estas tierras desérticas en más de un sentido. Sin embargo, grandes músicos y cantantes están presentes en la vida agitada que se desarrolla a las faldas de nuestras montañas y cerros, a través de canciones que parece que han estado siempre con nosotros, tan parte del entorno que ya ni nos percatamos de ellas, como el retrato de bodas mil veces visto en casa de los abuelos o el diseño del papel tapiz alrededor de él. Apenas el día del concierto recordé que en mis historias destacadas de Instagram, tengo un apartado dedicado a “Hope of deliverance”, sencillo de McCartney lanzado en 1992.
En un tiempo en el que en mi auto sólo podía escuchar radio sin ningún otro medio de reproducción, decidí espontáneamente grabarme cada vez que coincidía con la transmisión por la 106.9 FM de dicha canción, ya que me parecía que era programada con frecuencia. Sólo grabé y subí cuatro videos breves, en donde aparezco manejando con “Hope of deliverance” de fondo. Lo que no recordaba, es que eso sucedió durante la pandemia. Vi de nuevo esas grabaciones, noté la fecha y para mí, todo cobró sentido: lo receptivo que fui ante la canción y el acto absurdo de grabarme, pero también el hecho de que continuamente escuchara el tema mientras hacía algún trayecto. Tomando en cuenta su tono optimista, muy probablemente alguien en la estación puso el track a circular, en plena referencia a nuestro deseo de rescate y liberación from the darkness that surrounds us, innegable en el año 2020.
Pero entre muchos de mis momentos McCartney, el más reciente es el más digno de contar. Desde que supe de su concierto en la ciudad, pensé en el suegro de un amigo. Siete años atrás, puse en venta entre mis contactos en Facebook el libro Blackbird Singing: Poems and Lyrics, 1965–1999, colección de textos del “niño bonito” de Liverpool. Este amigo respondió y al vernos, me contó que lo quería para su suegro, fan del bajista de los fab four. Por algún motivo, sin conocer yo al señor, lo ubiqué como la persona más fan de McCartney de quien tuviera conocimiento, y aunque sabía que no vivía en Monterrey, me pregunté si vendría a verlo. Incluso, durante el evento vino a mi mente. Fue una gran casualidad que al día siguiente del concierto, me encontrara a mi amigo y a su esposa en una tienda, después de todo un año de no coincidir. Pronto le pregunté a ella por su padre, a lo que respondió que sí, que estuvo presente y disfrutó el concierto, el segundo para él, ya que también había acudido cuando Paul vino a México por primera vez, en 1993.
En su relato, y cuando reiteré en el asunto, ella compartió más al respecto: por la edad, su padre ha comenzado a padecer afectaciones en la memoria, lo que hizo aún más especial el que escuchara en vivo muchas de sus canciones favoritas. Para ellos y los familiares que acompañaron al señor, fue un deleite verlo disfrutar. Me contó de la dificultad de subir los escalones para llegar a sus lugares asignados e, incluso, un episodio al llegar al Estadio BBVA. Me relató cómo ya encontrándose ahí, desorientado, su padre preguntó a dónde iban. “A ver a Paul, papá”, le respondió ella. “¿A Paul McCartney? ¿El de los Beatles?”. “Así es, papá. En unos momentos comenzará su concierto”. La expresión en el rostro de ella me habló de la expresión en el rostro de él: el entendimiento abriéndose paso, la emoción que aumenta, la expectativa repentina puesta en el aquí y ahora pero en conexión con el allá y entonces.
¿Cuántas historias así no habrán sucedido esa noche de viernes? ¿Qué hilos se tejieron y cuáles se destensaron, aunque sea momentáneamente, para encontrar otros puntos de encuentro? Nadie salió de ahí sin algún tipo de alivio en el alma, sin haber sido alcanzado en esa profundidad a la que sólo de vez en cuando tenemos acceso cuando la música y ciertas circunstancias parecen ponerse de acuerdo para dejarnos marcados. Por mi parte, al momento en el que escribo esto, no he procesado del todo haber bailado “Ob-la-di, Ob-la-da” bajo la lluvia.
Quedó claro: Paul está vivo, y nosotros también.
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Paulino Ordóñez ha publicado las plaquettes: Veinte minifaldas (2011), y La novia y sus amigas (2015), los poemarios: Multitudes (2012) y La cópula (2012); y los libros infantiles: ¡Otra vez ese tal principito! (2001) y La palabra espuma (2008).
Está incluido en el disco compacto Momento, Antología de poesía contemporánea (Conarte, 2012). En el 2014 fue becario del Centro de Escritores de Nuevo León.