En la vastedad de los insectos y las letras, Noel René Cisneros parece haber encontrado no solo un refugio, sino también un oráculo. Historiador por la Universidad Autónoma de Chihuahua, ganador del Premio de Cuento Breve Julio Torri 2015, becario del FONCA y la Fundación para las Letras Mexicanas, el escritor chihuahuense ha transitado el camino del rigor literario con la misma paciencia con la que un niño observa el vuelo de las mariposas o el incesante peregrinar de las hormigas.
Hace apenas unas semanas, Cisneros fue reconocido con el Premio Vanguardia en Artes y Ciencias 2024 en la categoría de Literatura/Poesía por Qué había ahí que ya no está, un insectario poético donde el tiempo, la memoria y la infancia danzan como moscas bajo la luz. Un libro que, además de ser obra, es juego: la exploración de la vida desde aquello que, a simple vista, resulta minúsculo y efímero.
En una charla con Poetripiados, Cisneros nos comparte sus búsquedas, las huellas indelebles de su mentor y amigo Enrique Servín, y el rigor gozoso de una escritura que él mismo define como juego, pero que no deja de ser un acto de resistencia contra el olvido. Porque si algo queda claro después de esta entrevista, es que entre insectos, cuentos y poesía, Cisneros ha aprendido a hacer de las palabras un hábitat donde lo que ya no está persiste en versos.
Ganaste el Premio Vanguardia en Artes y Ciencias 2024 en la categoría de Literatura/Poesía con la obra Qué había ahí que ya no está. ¿De qué trata este proyecto y cómo surgió la idea para crearlo?
Es un libro de poemas que es un insectario, es decir, cada uno de los poemas es en torno a un insecto, pero también la oportunidad para explorar otros temas como la infancia, la muerte, el paso del tiempo. Fui un niño solitario en un ejido y una de las formas en las que me entretenía era viendo los insectos, podía pasar horas observando a las hormigas, capturaba orugas en frascos y esperaba a que se metamorfosearan en mariposas; más tarde, en la secundaria una maestra en primero nos propuso que hiciéramos un insectario y que si se lo entregábamos en tercer año su materia quedaba exenta, tuve la intención y llegué a recolectar algunos especímenes, pero nunca hice el insectario propiamente dicho —sin embargo la idea no me abandonó—. También desarrollé una fuerte aversión a las cucarachas y a las moscas. Cuando en 2010 o 2011 se abrió el taller de poesía Alí Chumacero en la Mediateca municipal coordinado por Enrique Servín empecé a llevar algunos poemas sobre insectos, los que terminarían siendo el núcleo de esta obra. Por cierto, debo a Enrique no solo el haber aprendido a escribir poesía, sino el título de la obra —que tuvo algunos, el que más fue el de insectario, pero más que título es una descripción, tuvo otro, el título de uno de los poemas, pero que sentía no captaba por completo la idea del manuscrito—. Hasta que recordé que en los Elogios de Saint-John Perse uno de los poemas que me enseñó Enrique: Si no la infancia, ¿qué había que ya no está? Pero eso no era todo, el poema usa dos veces ese verso y la segunda que lo hace es justo después de hablar de las moscas. Ese es el título, me dije, y se lo puse de última hora antes de mandarlo a concurso.
¿En qué se diferencia esta obra de Gloria mundi, que también fue reconocida con el Premio Nacional de Cuento Breve y Literatura Digital Julio Torri en 2015?
Primero, en que es poesía, aunque, en mi opinión, el cuento es el género más cercano a la poesía por la concisión de palabra que ambos géneros requieren. No solo eso, mientras que Gloria Mundi son cuentos en torno a la humanidad del pontífice, o de los pontífices a lo largo de los siglos, Qué había ahí que ya no está es una obra más personal —y no que Gloria Mundi, no lo fuera, muchas de las emociones que traté ahí las desarrollé a partir de mis propias emociones en momentos específicos de mi vida—, la voz poética se desarrolla a partir de mi memoria, hay una intención por recuperar mi infancia, por abordarla desde la poesía —mi niñez y los insectos—.
¿Cómo ha evolucionado tu literatura en los últimos diez años?
Menuda pregunta. Después de Gloria Mundi tuve la impresión de haber sido el burro que tocó la flauta, es decir al libro le fue muy bien, apenas terminé el primer manuscrito lo envié a concurso y ganó. Se publicó y en poco más de un año la edición de 1,500 ejemplares se agotó, recorrí el país promocionándolo y hasta me llevó a un festival internacional de literatura en Grecia en 2018. Pero, después de eso no volví a publicar otro libro mío hasta este año. Publiqué en revistas, en antologías o hice prólogos, pero libros con mi nombre en la portada no aparecieron hasta el 2024. Lo cual no quiere decir que estos años haya dejado de escribir, eso no dejó de hacerlo —para muestra están las becas que he tenido, además de la que me dio la Fundación para las Letras Mexicanas en 2014, en 2016 me volvieron a dar el FONCA Jóvenes Creadores, el FORCANoreste me apoyó en 2018 con una residencia artística en Monterrey y con un campamento literario en Durango el 2020, además el 2021 tuve el PECDA David Alfaro Siqueiros—. Las becas las mencionó porque me han permitido ampliar mi horizonte como creador, enfrentar mi escritura a personas más experimentadas, como los tutores o con quienes compartí esas becas —contrario al prejuicio que hay contra los talleres los tengo en mucha estima como experiencia de primera lectura—.
Es difícil juzgar la propia obra, la labor. En lo personal trato de mantener un estándar, pero, de no ser por quien me lee, se me complica determinar si cumplo con ese estándar o no. Pero sí he aprendido a tener paciencia y a ir haciendo trabajo de hormiga, poco a poco he ido construyendo las obras. Por ejemplo, las primeras piezas de Gloria Mundi las escribí en 2008; las de Un laborioso dibujo repetido (Medusa Editores, 2024) son de, por lo menos, 2013; de Qué había ahí que ya no está, como te dije, son de 2010. Ahora bien, a últimas fechas, digamos los últimos dos años, dos ocupaciones me han ayudado a entender de otra manera la escritura. Primero, desde julio de 2022 coordino el Taller de narrativa Elena Garro con el auspicio del Instituto de Cultura del Municipio de Cuauhtémoc, y aunque ya tenía experiencia dando talleres, ahora es permanente y me ha tocado acompañar proyectos casi desde su concepción hasta que conocen la imprenta —ya han salido un par de libros del taller—, lo cual requiere de ahondar en cosas que ya sabía y es que, vamos, no es lo mismo saber algo que enseñarlo, así que aprendo a la par que con la gente que acude al taller. Lo otro es que el año pasado fui editor de la revista Tierra Adentro, igual que con la coordinación del taller no era un trabajo que me fuera desconocido, ya me había tocado editar libros desde 2013-2014 cuando colaboraba en el Programa de Atención a las Lenguas y Literaturas Indígenas del entonces ICHICULT, programa que coordinaba Enrique Servín, pero la edición era una entre muchas de mis ocupaciones. El año pasado me dediqué de lleno a la edición y también me dio nuevas perspectivas sobre el oficio de la escritura.
No sé qué tanto ha cambiado mi escritura en los últimos diez años, pero sí sé que no he dejado de escribir en este tiempo —entendiendo la corrección como una parte importante de la escritura misma—. Quizá el mayor cambio sea que ya no puedo decir que soy un poeta de clóset, con un libro de poesía publicado este año, Un laborioso dibujo repetido, y tras obtener el Premio Chihuahua, Vanguardia en Artes y Ciencias 2024 en el área de Literatura y en el género de poesía, ya ni como seguir negando que también le hago a la poesía.
En las últimas semanas, la literatura mexicana vivió un hito con la publicación de El libro de las cosas que no existen, de Enrique Servín. El prólogo que escribiste ha generado comentarios positivos en el medio literario de Chihuahua. ¿Cómo fue el proceso de escribirlo?
Qué bueno que lo preguntas, es casi un milagro que hoy podamos leer esa obra. Fue muy grato. Por una parte, pude encontrarme con un libro del que sabíamos de su existencia desde hace más de dos décadas, del cual algunos de sus amigos conocíamos unas partes, pero, ahondar en su vastedad —tanto en términos literales, ya impreso es un libro de más de 400 páginas, como en términos figurados, vastas son la erudición y la imaginación que les da forma—. Y por otra, la que llegó a cimbrarme, fue volver a encontrar la voz de Enrique Servín, creo que lo menciono en el prólogo. Fue reencontrarme con su voz, algunas de esas historias si no nos las había compartido, era muy celoso con sus inéditos, ya nos las había contado en algún café o en los paseos por el desierto que tanto le gustaba dar. Imagínate, cinco años después de haberlo perdido y volver a encontrarlo en su escritura.
Desde que supe que el libro se editaría, gracias a la encomiable labor de investigación en los archivos de Enrique que ha hecho Hugo Servando Sánchez y al precioso trabajo editorial de Edgar Trevizo a través de Medusa, pedí que se me permitiera hacer el prólogo. Cuando tuve el manuscrito casi me arrepentí: ¿cómo escribir algo que estuviera a la altura de El libro de las cosas que no existen? Me pregunté. Pero, dije, el cariño que le tengo a Enrique y a esta formidable obra me ayudará. A fin de cuentas, se trataba de hacer una invitación a la lectura, abrir el apetito, como quien dice. Y a eso me aboqué. Por tus palabras, y las de otras personas del mundo literario, creo que logré mi cometido.
En ese texto mencionas la posibilidad de más obras póstumas del maestro Servín. ¿Crees que los lectores pueden emocionarse con esa expectativa?
Por supuesto que lo creo. Enrique fue un formidable ser humano, su labor al frente del PIALLI estuvo a la vanguardia en la recuperación y revitalización de las lenguas indígenas en México, de su generosidad te puede hablar cualquiera que lo haya tratado —que por su don de gentes fueron muchos—. Pero, además de todo eso era un escritor muy inteligente, con un gran sentido del humor, una profunda mirada sobre la condición humana y con una gran atención a la forma. Así que sí, quienes lo han leído o quienes lo vayan a hacer, se deben de entusiasmar por sus obras inéditas, que no son pocas, y que esperamos vean la luz pronto.
¿Podrías contarnos cómo ha sido el trabajo de búsqueda en archivos, papeles, y documentos, tanto impresos como digitales, para encontrar esta y otras obras de Enrique Servín?
Ha sido arduo. Lo primero es que su computadora personal fue robada cuando lo asesinaron, así que los archivos en los que estuvo trabajando en ella se perdieron. En lo personal, es una labor en la que no he participado tanto como me gustaría, no vivo en Chihuahua capital y eso me dificulta un poco la labor de investigación. Esa labor, como te he mencionado la ha realizado sobre todo Hugo Servando Sánchez, es él quien está revisando papel por papel de las muchas cajas de impresos que Enrique dejó, y revisando los archivos digitales de las usb, cds y hasta disquetes —fue gracias a este último medio que se pudo recuperar El libro de las cosas que no existen, Hugo Servando tuvo que comprar un lector de disquetes—. Pero no es el único. Una de sus hermanas encontró la novela en la que estuvo trabajando en una usb. Yo, por ejemplo, encontré una de las versiones del prólogo a Anirúame en mi correo electrónico y, mientras estuve en Grecia en 2019, di con la selección de poemas que mandó en 2014 para participar en el Tinos International Literary Festival, selección que tradujo al griego el poeta Giorgos Rouvalis.
¿Qué influencia ha tenido la literatura y la amistad que compartiste con Servín en tu propia obra?
Mucha, tanta que estoy tentado a decir que toda. O sea, tanta influencia que gran parte de lo que he escrito ha sido con él como lector ideal, sin ir más lejos tanto Gloria Mundi como Un laborioso dibujo repetido son así. Pero también le debo una amplitud de miras que difícilmente hubiese adquirido con otro mentor, menos con un amigo. Y le debo el sentido del rigor hacia la escritura y, al mismo tiempo, la consciencia de que es un juego, que esto de escribir hay que disfrutarlo, que si no lo disfruto mejor me ponga a hacer otra cosa, pasear a mi perra, cocinar o cualquier otra cosa.
¿Cómo percibes el desarrollo actual de la literatura chihuahuense y su impacto a nivel nacional?
Pues lo percibo vigoroso. Para empezar, hay múltiples grupos con sus propuestas y sus búsquedas, que se ve confirmado no solo por el número de publicaciones sino de editoriales que proyectan el trabajo de la gente que escribe en el estado, pero también generan vínculos con escritores de otras partes del país. Ciudad Juárez, Chihuahua y, en menor medida, pero de forma considerable para su tamaño, Cuauhtémoc —y no lo digo porque sea de acá, pero lo veo no solo en mi taller; mira, déjame darte un ejemplo, Raúl Manríquez me hizo consciente de él, del 2000 a la fecha se han otorgado 24 premios Chihuahua de literatura, seis de los cuales hemos sido autores cuauhtemenses.
¿Cómo es tu proceso creativo al escribir? ¿Tienes algún ritual o hábito específico al sentarte a trabajar?
Sí y no. Trato de escribir apenas me despierto, pero a veces escribo a otras horas del día y a veces no escribo a ninguna. Fuera de estar cómodo, que como encontrar una buena postura para leer, para escribir también es difícil. Lo de escribir apenas me despierto lo aprendí cuando colaboraba en el PIALLI, me levantaba a las seis de la mañana y escribía, así, pasara lo que pasara durante el día ya había escrito. Pero, como te digo, no es un ritual propiamente dicho, a veces la escritura no fluye y no pasa nada, ya fluirá.
¿Podrías compartirnos cómo fueron tus primeros contactos con los libros durante la infancia?
Crecí en ejido Progreso en el municipio de Cuauhtémoc, los otros niños me discriminaban por mis maneras —entonces yo no tenía idea de que era homosexual—, mi papá leía, algo poco común en el rancho, así que tenía libros de dinosaurios, algún tomo de una enciclopedia y revistas del Reader Deagers. Además, en casa de mi abuela materna había una biblia para niños. En esos primeros libros me refugié. Cuando tenía cinco o seis años yo decía que de grande quería hacer caricaturas, luego, a los ocho o nueve tuve la seguridad de que quería ser escritor, entre contar historias con dibujos animados y con palabras no hay, a pesar de lo que parezca, tanta distancia.
Se dice que la infancia es un motor que impulsa la obra de un autor. ¿Qué impacto tuvo tu niñez en lo que escribes ahora?
Pues ahí está el inicio de todo. Mi primera aproximación a la mitología judeocristiana y a la mitología grecolatina se dio entonces, ya te dije del Libro amarillo, la biblia para niños que podía hojear por horas, mientras que Los caballeros del zodiaco me pusieron en contacto con las figuras de la mitología judeocristiana, de ahí surgieron algunas de las preocupaciones que abordo en lo que escribo, como en Un laborioso dibujo repetido.
Te decía, fui un niño buleado por algo que no entendía, pero que, para mí, un hombre de 40 años sí queda claro, entonces eso es una veta que explorar en la escritura, algo que he explorado en lo que escrito. La infancia es una etapa terrible y hermosa, es el mundo de los absolutos, recuperar y entender ese nudo de contradicciones, de imposibilidades y posibilidades ha sido uno de los motores de mi oficio.