POLÍTICA Y SÍMBOLO
(O la razón por la que es importante que en Morena
le jalen las orejas al hijo del Peje)
Muchos han querido ver a la política como una ciencia, y todos ellos se han estampado de narices contra la naturaleza de dicha actividad. Desde los positivistas del siglo XIX hasta sus nietos ideológicos neoliberales de fines del siglo pasado, todos han querido ver la labor de dirigir a una colectividad como un conglomerado de algoritmos, fórmulas y guarismos que, aplicados correctamente, podían hacer que una sociedad avanzara como una maquinaria limpia y eficiente.
Nada más errado.
En realidad, la política es un arte que tiene que ver más con las capacidades narrativas y performativas que con fórmulas matemáticas. Tiene más cercanía con los cultos y las religiones que con los círculos de estudio. Crear un movimiento social como el que encabezó Andrés Manuel López Obrador requiere de mucha labor y, sobre todo, de un gran conocimiento de la naturaleza simbólica del lenguaje.
Para que la 4T, o Cuarta Transformación, pudiera llegar al poder en 2018, hizo falta que su principal artífice construyera un lenguaje simbólico con el que sus militantes y simpatizantes se identificaran, se comunicaran y defendieran. Fue necesario también crear una mística con base en ciertos conceptos importantes dentro del marco simbólico del movimiento, con el fin de revestirlo de legitimidad y de potencia. Eso fue lo que hizo AMLO por décadas: repetir ciertos tópicos tales como “legitimidad”, “honradez”, “austeridad”, “humanismo”. Estos tópicos, a su vez, fueron utilizados para elaborar silogismos conceptuales como “La presidencia legítima”, “Primero los pobres” y “No puede haber gobierno rico con pueblo pobre”.
Construir todo este edificio conceptual no fue ni fácil ni simple. A López Obrador le llevó, además de tiempo, el esfuerzo de ir pueblo por pueblo y ciudad por ciudad del país. Le costó también años de humillación y exposición ante los medios hegemónicos y ante el aparato político del anterior régimen. Discurso tras discurso, acto tras acto, libro tras libro, el expresidente levantó el sustrato ideológico de su movimiento. Gracias a todo este esfuerzo y a su asombrosa capacidad performativa para ejemplificar estos conceptos y concretarlos con actos tales como sus marchas por la democracia, el plantón en Reforma o la presidencia legítima, el político tabasqueño logró encauzar los deseos de cambio de una gran parte de la población mexicana y conquistar la presidencia.
Todo este trabajo se tradujo en la práctica invulnerabilidad del aparato ideológico de la 4T, el cual, a pesar de los feroces ataques de los otrora medios hegemónicos, los partidos políticos perdedores y los sectores de la oligarquía desplazados del poder, apenas si sufrió mella en los últimos siete años. Durante ese tiempo, tanto el presidente López Obrador como su sucesora, Claudia Sheinbaum, se mantuvieron con una popularidad por encima de los 70 puntos porcentuales. Esto no es banal, pues esos números implicaban que un gran segmento de la población continuaba avalando los haceres del gobierno de la 4T, a pesar de los errores que cometió en su praxis (algunos no menores, como el caso de Segalmex o la cuestión de la inseguridad). Esta gran aceptación de las acciones del gobierno sigue sosteniéndose, pero hay indicios de que puede comenzar a mellarse a partir de este punto.
¿Por qué? Pues, entre otras cosas, porque a muchos morenistas les está ganando la soberbia. Las victorias que han obtenido como movimiento y como partido los han cegado, se han creído invulnerables y están comenzando a tener errores que cimbran el núcleo conceptual del proyecto. Me explico:
Algunas figuras como Layda Sansores, la legisladora “dato protegido”, Alejandro Armenta o Gerardo Fernández Noroña han utilizado su poder para callar y/o amedrentar a opositores con una fuerza desproporcionada. En muchos casos los asiste la ley (como en el caso de Noroña, que fue agredido físicamente por un ciudadano al que obligó a pedirle disculpas frente al pleno del Senado), pero todos ellos son percibidos por la sociedad como actos de despotismo y de censura, algo que está en las antípodas de lo que el fundador del movimiento predicaba. AMLO soportó, en su ejercicio del poder, insultos e interpelaciones hasta la ignominia, y lo hizo con una tolerancia y calma que no están presentes en sus sucesores.
Sin embargo, el tema más peligroso es el que acaba de ocurrir con el hijo del político tabasqueño. Andrés Manuel López Beltrán, actual secretario ejecutivo del partido Morena, fue exhibido en unas vacaciones carísimas en Japón, visitando restaurantes de lujo y asistiendo a tiendas de alta gama. Ante los cuestionamientos que legítimamente se le han hecho, López Beltrán ha respondido con prepotencia y estulticia, actitudes muy alejadas de las de su padre.
El gran problema con López Beltrán es que su nombre es, en sí, un símbolo. Cuando la ciudadanía lo ve gastar millonadas en un viaje o en Prada, no ve a un ciudadano de a pie, sino al hijo del expresidente. Cuando lo escucha dando explicaciones tan desafortunadas, no lo hace como a una persona común, sino como a un miembro importantísimo de un movimiento que tiene la austeridad y la honradez como pilares ideológicos. Sus haceres, en ese sentido, devastan los cimientos mismos del movimiento que a su padre le llevó años construir, y eso es preocupante.
Habrá que recordarles a estos morenistas que, si bien ahora se encuentran en la cúspide, el derrapón puede darse de manera abrupta y demasiado rápida; que viene una nueva generación de votantes a los que esos conceptos no les significan gran cosa y que pueden ser seducidos fácilmente por el discurso de la ultraderecha. Si estas figuras de Morena continúan con esa actitud, verán más pronto de lo que esperan que la sociedad, cansada de sus excesos, busque alternativas que, esas sí, destruirán al país y lo estancarán por décadas. Y si no me creen, solo vean el caso de Milei, que llegó al poder por la banalidad y soberbia de un kirchnerismo que no supo moderarse ni rectificar.
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Omar Delgado, escritor, periodista y docente, irrumpió en el panorama literario en 2005 con Ellos nos cuidan, publicada por Editorial Colibrí. Su talento narrativo volvió a brillar el pasado 26 de noviembre, cuando fue galardonado con el Premio Nacional de Novela José Rubén Romero por su obra Los mil ojos de la selva.
En 2011, su pluma conquistó dos escenarios: obtuvo el Premio Iberoamericano de Novela Siglo XXI Editores-UNAM-Colegio de Sinaloa con El Caballero del Desierto y, en ese mismo noviembre, ganó el concurso nacional de cuento Magdalena Mondragón, convocado por la Universidad Autónoma de Coahuila.
Su narrativa continuó expandiéndose con Habsburgo (Editorial Resistencia, 2017) y la inquietante El don del Diablo (Nitro Press, 2022). Delgado, con una carrera marcada por la crítica y los reconocimientos, reafirma su lugar entre los imprescindibles de la literatura contemporánea.