Si esto fuera una película, se llamaría El club de los mesías furiosos. Protagonizada por Javier Milei en Buenos Aires y con Ricardo Salinas Pliego pidiendo su casting en México. Ambos comparten un libreto que mezcla el show político, el delirio del poder y una fascinación narcisista por el ruido: guitarras eléctricas, micrófonos abiertos y una supuesta “rebeldía” contra el Estado que en realidad solo defiende sus propios privilegios.
El lunes, el presidente argentino ofreció un concierto en el Movistar Arena. No un acto de gobierno, sino un espectáculo de rock con luces, humo y saltos, donde cantó Panic Show de La Renga, gritando: “Hola a todos, yo soy el león”. Vestido de negro, con chaqueta de cuero, Milei se presentó como el libertador de la “casta política”, mientras miles de jóvenes coreaban su nombre. En el escenario, lo acompañaban diputados, asesores y un ejército de aplausos sincronizados. No era un mitin; era una misa del ego.
En paralelo, al otro lado del continente, Ricardo Salinas Pliego —el multimillonario dueño de TV Azteca y uno de los hombres más ricos de México— protagoniza su propia versión del mismo guion. Su escenario no es un estadio, sino la red social X, donde lanza ataques y burlas contra el gobierno federal y, en especial, contra la presidenta Claudia Sheinbaum. Se niega a pagar los miles de millones de pesos en impuestos que debe al SAT, pero se presenta como víctima del sistema. Como Milei, se disfraza de “rebelde antisistema” cuando en realidad es el sistema mismo.
Ambos comparten una estética: el populismo de la furia. En Joker (Todd Phillips, 2019), el protagonista baila en las escaleras mientras el caos se desata a su alrededor; algo parecido ocurre con Milei, que canta sobre “devorar a la casta” mientras Argentina enfrenta inflación, recortes y protestas. Salinas, por su parte, juega el papel del multimillonario sarcástico que “dice lo que nadie se atreve”, pero detrás del sarcasmo esconde la más vieja de las obsesiones: eludir impuestos y mantener el poder económico intocable.
La ultraderecha pop ha entendido el poder del espectáculo. Si el siglo XX tuvo a los caudillos con discursos de plaza, el XXI tiene a los influencers con micrófono y banda sonora. Milei no gobierna: performa. Salinas no debate: provoca. Ambos venden un mito de autenticidad, aunque su rebeldía esté financiada por las mismas estructuras que dicen combatir.
Lo peligroso de este guion no es la excentricidad, sino la impunidad que busca esconder. En Argentina, Milei grita contra el gasto público mientras privatiza servicios esenciales y celebra despidos como si fueran himnos de libertad. En México, Salinas defiende la “libertad empresarial” mientras evade obligaciones fiscales y utiliza su poder mediático para desinformar. La narrativa es la misma: presentarse como mártires del éxito frente a gobiernos “represores” que solo les piden cumplir la ley.
En esa lógica, la verdad no importa. Importa el ritmo, el show, el tuit viral. Cuando Milei canta No me arrepiento de este amor frente a un estadio lleno, está reescribiendo la política como videoclip. Cuando Salinas publica videos burlándose del SAT, hace lo mismo: transformar un asunto de justicia fiscal en una pelea de memes.
La diferencia es que en Argentina el delirio ya llegó al poder, y en México, el eco amenaza con crecer. Si algo enseña la historia reciente es que las figuras que se creen ídolos del rock terminan desafinando con la realidad. La popularidad puede llenar estadios, pero no paga deudas, no gobierna ni construye país.
Quizá la escena final de esta película aún no se ha filmado, pero el argumento ya se conoce: el rock del ego siempre termina con un solo de distorsión. Y, cuando las luces se apagan, ni Milei ni Salinas son héroes: son apenas el eco desafinado de un poder que se niega a pagar su entrada al mundo real.