La narrativa no surge de la nada. El conservadurismo mexicano, luego de perder el control del Poder Judicial que mantuvo bajo llave desde los tiempos de Ernesto Zedillo, activó una maquinaria mediática y política cuyo objetivo es fabricar, hacia dentro y hacia fuera, la percepción de que México vive una crisis institucional. Es la vieja estrategia del dramatismo moral, ese mecanismo que se activa cuando los privilegios se tambalean y los voceros del orden perdido anuncian el Apocalipsis democrático.
Así, mientras TV Azteca elevaba la campaña negra contra la presidenta de la República, Claudia Sheinbaum, desde la derecha más estridente se abrió la puerta a un discurso peligroso. La senadora Lilly Téllez acudió a Fox News —tribuna de la ultraderecha estadounidense— para insinuar que México requiere intervención externa. Bajo el disfraz del combate al narcotráfico, se repite un libreto conocido: el llamado a la tutela extranjera cuando los intereses propios se vienen abajo.
A esta ofensiva se sumó el dirigente del PRI, Alejandro Moreno, transmitiendo desde Washington un mensaje diseñado para complacer a su audiencia extranjera: México, dice, está al borde de una “narcodictadura terrorista y comunista”. La exageración, tan común en los discursos desesperados, contrasta con un país donde la mayoría respalda al gobierno de la Cuarta Transformación y donde la democracia no se decreta desde una capital extranjera, sino desde las urnas.
Mientras tanto, los medios alineados al conservadurismo reciclan el mismo cuento, que el país se hunde, que la institucionalidad se rompe, que el gobierno es ilegítimo. En ese script participan El Universal, la columna semanal de Moreno y, sobre todo, TV Azteca, donde Ricardo Salinas Pliego convirtió su batalla fiscal en un espectáculo de ataques, insultos y acusaciones sin sustento. La caída de su muro de impunidad, una suma de 48 mil millones de pesos que la Corte ordenó pagar, provocó un estruendo mediático que buscó confundir al país entero.
No pasó mucho tiempo para que el prianismo intentara colgarse de la protesta juvenil del 15 de noviembre. Lo que debía ser una manifestación legítima terminó envuelta en provocaciones, violencia y un intento de incendiar Palacio Nacional. Dos días después, el mismo guion: una convocatoria decreciente que se quiso inflar desde los mismos medios que hoy hablan de crisis política sin que haya crisis política.
Los bloqueos del 24 de noviembre completaron el cuadro. Un reclamo por inseguridad carretera —tema donde ya había diálogo con Gobernación— derivó en cierres de vías, puentes y la presencia de políticos del PRI y PAN. A esto se añadió la disputa por la Ley de Aguas, donde algunos grupos, especialmente panistas, se resisten a devolver a la nación los excedentes que obtienen gracias a la tecnificación financiada con recursos públicos. No es casualidad: hay familias enteras, como la de Fox en Guanajuato, que viven de estas concesiones.
Marko Antonio Cortés Mendoza, exdirigente del PAN, también posee varias concesiones de agua otorgadas por la Conagua.
Lo que se presenta como indignación ciudadana es, en realidad, un intento calculado: construir la percepción de un país ingobernable. Pero la mayoría del país no compra este relato. Porque detrás de la supuesta crisis aparece la misma maquinaria de siempre: el bloque que perdió sus privilegios, su impunidad y el Poder Judicial que los blindaba. Por eso el estruendo, por eso el caos prefabricado.
Lo que está en juego es la imagen internacional del país. Frente a quienes intentan exportar la idea de un México al borde del colapso, es indispensable subrayar lo obvio: aquí no hay una crisis, hay una reacción. Y como toda reacción, proviene de quienes, por primera vez en décadas, ya no dictan las reglas.
Seguiremos viendo en redes y algunos medios esa oleada de ataques y descalificativos. Muchos de ellos bots.

