El reportaje de The New York Times confirma lo que muchos temían en voz baja, con esa resignación que sólo conocen quienes han visto demasiado poder corromperse en silencio: Donald Trump y su familia han convertido la presidencia en un negocio familiar multimillonario. Lo que al principio parecía un cúmulo de rumores sobre conflictos de interés, hoy se ha revelado como una red bien aceitada de operaciones empresariales, urdida con la frialdad de quienes conocen el valor exacto del poder.
La magnitud de esta práctica —que algunos llaman ya una nueva escala de corrupción— rompe cualquier precedente en la historia contemporánea de Estados Unidos, esa república que un día soñó ser baluarte de la ética democrática.
“Un hotel de lujo en Dubái. Una segunda torre residencial de altos ingresos en Jeddah, Arabia Saudita. Dos iniciativas de criptomonedas en Estados Unidos. Un nuevo campo de golf, un complejo de villas en Qatar y un nuevo club privado en Washington”, reportó el diario estadounidense en su portada el pasado fin de semana.
A diferencia de otras familias presidenciales que, con más o menos discreción, se cuidaron de mezclar la política con los negocios, los Trump no han tenido reparo alguno en usar la figura del presidente como si fuera una marca registrada, una estampilla de oro, un tótem capitalizable. Marca, moneda, inversión: Trump convertido en producto. ¿El resultado? Un incremento de casi tres mil millones de dólares en el patrimonio familiar, con capitales que cruzan océanos y desiertos: Medio Oriente, Europa y, para sorpresa de muchos, México. Es el dinero moviéndose como un río subterráneo que alimenta el jardín de los poderosos.
Pero lo más inquietante de esta madeja es la invención, porque ya no se puede llamar de otra manera, de criptomonedas que llevan el nombre del presidente y de su esposa como si fueran santos patronos de una nueva fe bursátil. Las monedas $Trump y $Melania, lanzadas justo antes de su resurgimiento político, no sólo han catapultado su valor neto, sino que están siendo adquiridas por empresas deseosas de congraciarse con el poder. Freight Technologies, una firma de Monterrey, compró 20 millones de dólares en estas criptos. ¿La razón? Alegan compromiso diplomático, pero en realidad, como bien sabemos desde tiempos remotos, se trata de comprar favores, de pagar el precio por un asiento en la mesa de los influyentes.
Y luego está la cena. No una cena cualquiera, sino la cena: íntima, privada, exclusiva. Una velada con Trump en su club de golf, seguida de una visita a la Casa Blanca. Solo para los inversionistas que posean más monedas $Trump. La política convertida en subasta, la democracia como espectáculo privado. Cada moneda, una ficha para sentarse cerca del rey.
La defensa oficial afirma que los negocios están en fideicomisos controlados por los hijos del presidente. Pero la evidencia dice lo contrario. En sus propias declaraciones financieras, Trump admite beneficiarse directamente. Y no sólo él. Eric y Donald Jr. viajan de manera constante, como emisarios de un imperio familiar, por los territorios del petróleo y el dinero: Dubái, Arabia Saudita, Qatar, Europa del Este. No llevan tratados ni diplomacia, sino contratos, promesas inmobiliarias y ofertas de negocios. No son viajes: son rutas de capital encubiertas bajo la sombra del apellido.
El trabajo periodístico señala que mientras uno viaja, el otro inaugura un club privado en Washington donde la membresía cuesta medio millón de dólares. Las relaciones políticas, en este nuevo orden, se compran como se compran los objetos de lujo: con dinero y sumisión. Es el sueño americano convertido en feria de vanidades.
La familia Trump ha llevado la noción de corrupción más allá de lo concebido. Ya no se trata de violar normas ni de esconder cuentas: se trata de institucionalizar un modelo donde el poder se compra como se compran los títulos nobiliarios en viejas monarquías. Es, como bien señala Susan Glasser, una escala de sobornos disfrazada de emprendimiento, una coreografía elegante para legitimar lo que antes habría sido escándalo.
Y esto no debe alarmar solo a los votantes estadounidenses. Debería estremecer al mundo entero. Si la nación más poderosa del planeta puede convertirse en franquicia de una familia, si el acceso a la presidencia se vende como membresía de club, ¿quién detendrá a los demás? El caso Trump no es solo una vergüenza. Es un presagio. Un aviso. Una grieta que crece.