En ese encuentro nocturno, la vecina se abrió de capa y sus secretos salieron a la luz de la luna. Las cervezas y el tequila hicieron su trabajo.
Me inquieté un poco, pues nunca había conocido a la novia de un vendedor de drogas.
En mis años mozos trabajé y escribí más de veinte años en distintos periódicos. Primero escribí para el semanario AHORA; ahí colaboraba con una columna cultural llamada Notas de Pie. Lo hacía por solidaridad, es decir, sin cobrar un centavo, pues mi trabajo real era atender un restaurancito especializado en preparar hamburguesas, ubicado en la Juárez y Mejía. Este restaurante tenía mucha clientela, porque además contaba con tres casetas telefónicas para hacer llamadas de larga distancia. (Hablo de los años en que no había celulares y hablar por teléfono a otra ciudad o pueblo costaba un ojo de la cara).
Yo era un chamaco y estaba estudiando Ciencias de la Comunicación, por eso escribía la columna de a gratis. Cierran el AHORA y, al mismo tiempo, dejo de trabajar en la Juárez; entonces fui a pedir trabajo al Norte de Ciudad Juárez. Me hacen una prueba y me dan el puesto de reportero, pero a los tres años renuncio. A los dos meses sin trabajo, en El Diario de Juárez me ofrecen empleo como editor; ahí duré trabajando muchos años. Me despiden y consigo trabajo en EL UNIVERSAL DE MÉXICO, no como corresponsal, sino que les hacía reportajes especiales y se los mandaba por correo electrónico. Después me da el derrame cerebral.
En esos trabajos me tocó entrevistar y ver de frente a narcotraficantes pesados y de poca monta, y también a puchadores, pero nunca había hablado con la novia, mujer o esposa de un dealer.
Así que hablar con mi vecina esa noche me interesó más.
—Oiga, vecina, ¿y su novio era narco o nada más se dedicaba a vender drogas?
—Cuando lo cuestioné y le saqué la sopa, él se quiso justificar explicándome que solo la vendía y que no era narco nato, pero para mí sí era narcotraficante. Acuérdese de “tanto peca el que mata la vaca como el que le agarra la pata”.
—Profesión muy peligrosa.
—¡Claro! Por eso empezamos a tener discusiones y peleas… Y yo ya no me sentía segura, aunque él trató de explicarme que su negocio no era tan malo. Llegó al descaro de decirme que le estaba prestando un servicio a sus clientes, porque eran drogas recreativas y él solo se las ponía al alcance.
—¿Y usted se creyó ese cuento?
—Por supuesto que no… Mas no hice nada, porque él me prometió que iba a dejar de vender. Nomás juntaría una cantidad para poner otro tipo de negocio. Según esto, se iba a retirar de esa profesión peligrosa y nos íbamos a ir a otro estado.
—Y más en Austin, Texas, donde aún son ilegales las drogas recreativas.
—Elijah era un surtidor, más que nada, de diferentes tipos de mariguana… y vendía también variedad de pastillas, pero lo suyo, lo suyo era la mota. ¿Usted se droga?
—¡Para nada!… O sí, porque me tomo unas pastillas para poder dormir.
—¿Broncas de insomnio?
—Sí… Tomo un medicamento controlado. Si no hay receta, no hay pastillas.
—Bueno, vecino, es hora de hacer la meme.
—¿No va a querer más tequila?
—No… ya es suficiente.
—Baje la botella y el caballito con la canasta.
—¿Le gustó mi elevador improvisado?
—¡Simón!
—La próxima vez que lo vea o nos comuniquemos por WhatsApp, le digo si me gustó su novela.
—¡Arre!

      
            
            
            
            