Entre otras muchas cosas, la poesía es búsqueda que se realiza en el poema. Con los medios que su oficio le facilita, el poeta explora el mundo…y su mundo. Este indagar supone emprender un viaje en el cual la voz poética se convierte en testigo de lo exterior y, a su vez, es guía de esa pasión que se reencuentra interiormente. Cierto, esta dicotomía constituye uno de los fundamentos sobre los que descansa la creación literaria; sin embargo, el carácter específico con el que se asume esta dualidad, le otorga a cada obra sus rasgos distintivos. En este libro de Carlos Parada Ayala, la oscilación entre estos extremos nos conduce por un itinerario imaginativo de ámbitos diversos e intensidades insospechadas.
De esta dinámica surgen encuentros con viejas obsesiones y lecturas recurrentes, pero también, con la voluntad de renovar tanto la visión de la realidad, como los elementos formales que la expresan. Desde el inicio mismo, llama nuestra atención la consonancia entre signos que acceden a una formulación temática más compleja al agruparse en símbolos. El ombligo y su estrecha relación con el vientre, nos remite a su vínculo con la alquimia: práctica ritual donde se fraguan las transmutaciones, la metamorfosis del orden natural. Se dice que el vientre es la contraparte del cerebro y El viejo en el ombligo es un poemario marcadamente sensorial, se adentra en los ciclos vitales, de ahí el título.
Dotado de un notable poder de observación, Parada Ayala no se conforma con volver únicamente la atención sobre los propios cuestionamientos existenciales, su quehacer somete al entorno a un escrutinio riguroso. Para tal fin, se vale de figuras emblemáticas que amplían las posibilidades significativas de sus textos. Como en el caso específico de la abeja, cuyas connotaciones culturales se remontan al Egipto faraónico y los relatos bíblicos; habrá que recordar también que en la antigüedad clásica, la miel forma parte de la tradición órfica y se le relaciona a la sabiduría, el cambio y el renacimiento.
Así pues, deslindando los recursos discursivos en los que se apoya, el autor nos plantea su reto primordial: liberar a las cosas de su silencio. Y este será el punto de partida de un trayecto en el cual, los sentidos juegan un papel esencial en el conocimiento de lo circundante. La naturaleza se muestra como el centro del goce, con sabores y olores que percibimos a través de imágenes que subsisten en la memoria hedónica. El deseo y el placer físicos se manifiestan en presencia de plantas, flores y especias que sirven de estímulo a la imaginación, y no pocas veces convocan la fascinación onírica. No es de extrañar entonces, que esta travesía haga repetidas escalas en el erotismo, toda vez que suscita la multiplicación del yo y nos revela un más allá de la experiencia inmediata, táctil, transfigurándose en música, en danza.
No obstante, la intención del poeta no se resigna a ser simple delectación estética, tiene que imponerse además la responsabilidad de confrontar el acontecer histórico y dejar testimonio de su participación en él. Y lo que permanece en la conciencia personal, es la satisfacción de haber aceptado el desafío en un asunto que, de sobra lo sabemos, está plagado de trampas, escollos y callejones sin salida.
Llegado este punto, cabe hacer hincapié en los riesgos que implica esa búsqueda mencionada al principio. Quizá el más caro radique en extraviarse, en perder la brújula, o tal vez, en olvidar el objetivo del viaje y continuar deambulando sin asideros por los enigmas que el lenguaje nos plantea. Este peligro estaría latente si el poeta careciera de una directriz precisa, pero Parada Ayala apuntala su discurrir apoyándose en una constante que va de lo elemental a lo cósmico, y hay pasajes donde todo fluye y se armoniza: “Invisibles, las estrellas / siembran semillas de luz / en el vientre virginal / de las luciérnagas”. Por fin, los ciclos se consuman, los mundos se conectan y así arribamos a un nuevo comienzo luminoso.
A continuación, una selección de poemas de Carlos Parada Ayala:
La abeja en la lengua
Su tenue ser vaporoso
con encarnaciones sueña.
Pedro Salinas
Del panal enardecido
en un orden tan preciso,
surge el sueño de una abeja:
Es llegar a ser palabra
en la voz de algún poeta.
Zumba el vuelo hacia las flores
en praderas y jardines
tras el polen y el néctar.
Por razón de la codicia
las campiñas languidecen:
Cada vez más largo el vuelo,
cada vez más la fatiga,
cada vez más alto el riesgo,
cada vez más apremiante
el dulce sueño de la abeja.
¿Qué hacer para alcanzarlo?
Con el sol la abeja danza
formulando el objetivo:
Un jardín de azaleas,
rododendros, salvia, y ruda.
Un poeta lo cultiva
hábilmente en la ternura
de sus manos agrietadas.
La abeja entusiasmada
busca hablar con el poeta,
pero todo es bullicio:
Con cautela el escritor
del zumbido se distancia.
El panal sigue su rumbo
pero el sueño se propaga
en la miel, en cada gota,
ya no solo en una abeja.
Enfrascado llega el sueño
a la mesa del poeta.
En el paladar se encaja
la dulzura del panal.
Y la abeja ya es lengua,
y la abeja ya es voz,
y la abeja ya es palabra,
y la abeja ya es poesía.
***
Despedida
I
Decidiste marcharte.
Te llevaste tus libros,
el cepillo de dientes,
los leggings de yoga,
y la cacucha de los Yankees.
La leche de almendras
que compraste en la bodega
y dejaste en la hielera
desapareció contigo.
Estupefacto me dejó
la reunión fugaz
con mascarillas
en el sendero del parque
donde me devolviste
las cartas de amor que te escribí,
y que reacio incineré
entre las brasas
de la chimenea.
Me pregunto si vendrás a recoger
las bragas y el sostén que un día
escondidos me dejaste
en la gaveta del armario
para extasiarme.
Más bien, debería enviarlos
por correo a tu domicilio
en un sobre de manila
sin nombrar al remitente.
Es que esas prendas no me atrevo
a someterlas a las ascuas.
Prefiero que se marchen
a encender otras hogueras.
II
Decidí marcharme.
Me llevé mis libros,
mi cepillo de dientes,
mis leggings de yoga,
y mi cacucha de los Yankees.
La leche de almendras
que compré en la bodega
y dejé en la hielera
estaba cortada
y la vacié en el fregadero.
En esos detalles no te fijas.
A mí también
me dolió devolverte
las cartas de amor.
Vale la pena tu poesía.
Siento que las hayas incinerado.
Te devuelvo las bragas y el sostén.
La razón es simple: Esas prendas no son mías.
No recurro a tales artilugios para extasiar.
P.D. Adjunto te envío una caja de cerillos.
***
Magma
El mundo en que me yergo es tan pequeño.
Ante mis ojos surge día a día la alborada.
Más grande que este mundo es la ciudad
que trato de medir con un abrazo.
Sobre mi pedestal, el relieve de las cruces
marcando los confines de la historia.
En lo alto, el cielo y sus luceros.
A mis pies, el magma imperceptible del planeta.
A mis espaldas, el esplendor de un ocaso
que no puedo ver, pero que percato.
Desde aquí el recuerdo de una guerra
nunca fría en el corazón de los volcanes.
Por las avenidas,
la marcha de los transeúntes marcando el paso
de los desaparecidos mientras que en las salas
de gobierno se calculan las cifras
del contagio y los dividendos del bitcoin.
Más altas que las preces, las ganancias;
más allá del arcoiris,
las cifras de las muertes por el Covid.
A la redonda he tenido miles de fieles
congregados para honrar al santo obispo.
Esas multitudes son ahora caravanas
que se despiden como el oro en paño
buscando sueños tras un horizonte
herido con el llanto de los niños.
Bíblico el éxodo que miro a mis pies.
Grande es el suplicio en la ciudad que nos habita,
ya por plaga, ya por “democracia” o dictadura.
Me han llamado el Divino Salvador del Mundo.
Ninguno de esos nombres me merezco,
desde hoy desciendo y me marcho a la frontera,
o abandono el manto y me dispongo
a crear de nuevo un ejército de santos
con el magma imperceptible del planeta.
***
A esta mi ciudad
El día se suicida
en la navaja ardiente del crepúsculo.
Invisibles, las estrellas
siembran semillas de luz
en el vientre virginal
de las luciérnagas.
Mi sombra sorda y pisoteada insiste
en respirar la estela del aroma en la piel,
en oír el eco de la voz
que rebota en la ceniza
de las playas del ayer.
Incauto tú que insistes en besar
hasta los labios de las cicatrices
en esta tu ciudad que siembra monumentos
donde brota el fruto absurdo
de la transgresión y la nostalgia.
***
Próximo nivel
Un despeñadero de percances,
dar el salto hacia la cumbre.
Cabizbajo el reloj de arena,
cotiza en el rosario
infinitas pruebas y errores.
A la vista el desenlace,
no al alcance de la mano,
cual puerta dibujada en la pared,
o ventana suspendida de las nubes.
Así, las manos son tan solo mapas,
telarañas de senderos,
cicatrices que la vista
ha sabido perfilar,
aunque a tientas uno avance,
con la araña de los ojos
caminando entre los dedos.


Carlos Parada Ayala (San Juan Opico, El Salvador) es poeta, educador y editor salvadoreño radicado en Washington, DC. Autor de los poemarios La luz de la tormenta y El viejo en el ombligo, y del próximo libro en portugués Estrela Preta: Ladainhas. Ha recibido el premio Larry Neal y otros reconocimientos por su aporte a la literatura. Coeditó las antologías Knocking on the Doors of the White House y Al pie de la Casa Blanca, esta última, destacada por la Biblioteca del Congreso. Su obra ha sido publicada y celebrada en América Latina y EE. UU., y forma parte de la serie The Poet and the Poem de la Biblioteca del Congreso estadounidense.