Pasaron diez días sin asomar mi nariz por el patio, y al día once salí sigilosamente a las doce de la noche a regar mis árboles frutales. Encendí el foco que ilumina el patio.
Estaba preocupado porque mis árboles se podían secar y eso no lo iba a permitir.
Me dije: “A esta hora no creo que la vecina ande por la azotea como gata en celo. Ahorita ha de estar coqueteando con Morfeo”.
Fui a abrir el grifo donde está permanentemente conectada la manguera y empecé a regar el manzano que está junto a la barda de los otros vecinos.
Salí, como siempre, tomando en serio al Covid: con mi cubrebocas y mi careta de plástico (de esas que usan los doctores durante una operación para evitar infecciones).
Pasaron unos cinco minutos y noto que también se encienden las luces del patio de mi nueva vecina.
Mi corazón se acelera; pues lo que menos quería era ponerme a platicar con ella por miedo a que me fuera a contagiar.
“No creo que la vecina se atreva a subir; ya es muy noche”, pensé.
Pero pasaron otros cinco minutos y de pronto, entre el follaje del limonero y el naranjo, aparece la figura de la vecina, luciendo una camisola grande que intentaba, inútilmente, cubrir sus pantaletas. (No traía ni siquiera un short… y por lo que alcanzaba a ver, tampoco traía sostén).
Ahí noté (ya me lo sospechaba) que mi vecina tenía un cuerpo bien formado y le gustaba lucirlo. Las luces de los dos patios la hacían verse imponente.
— Vecinito, ya me tenía con mucho pendiente, como ya no lo vi salir al patio estos días, me imaginé que estaba en cuarentena porque se había contagiado de Covid. ¿Todo bien?
— Sí… todo bien.
— Pues yo nada más distinguía siluetas y sombras a través de la ventana de su segundo piso y en las cortinas de la puerta de vidrio de la planta baja. Le silbaba y le silbaba y usted me tiraba a lucas… Yo ya tenía ganas de verlo. ¿Usted no?
— Ya sabe que no puedo darme el lujo de contagiarme… Y la verdad no salía porque tenía temor de que me fuera a contagiar ¡y todavía lo tengo!
— No sea zacatón. Yo también salgo siempre con mi cubrebocas. Hasta en la casa lo traigo puesto… por mi sobrina.
— Sí… pero su hermana y su cuñado salen a trabajar y en las maquilas hay muchos contagios.
— Ya le dije que ni los vemos… Ellos no se cruzan con nosotras. La casa es tan grande y la dividimos en áreas, y ellos tienen prohibido pisar la cocina; siempre desayunan, comen y cenan fuera. Oiga: ¿y le gusta mi pijama?