La radicalización política que atraviesa Estados Unidos ha alcanzado un punto en el que la violencia dejó de ser una posibilidad y se convirtió en un hecho recurrente. El asesinato de Charlie Kirk, joven aliado de Donald Trump y figura del activismo conservador, es una señal alarmante de cómo la confrontación ideológica se traduce en hechos sangrientos.
Más preocupante aún es que, lejos de aprovechar la tragedia para llamar a la unidad, la respuesta de Trump y de su círculo cercano ha sido redoblar la apuesta por el enfrentamiento, enmarcando el crimen como una “guerra” contra la izquierda estadounidense.
Periodistas de ese país han concluido que el presidente y sus asesores interpretan la violencia no como un llamado a la reflexión o al diálogo, sino como la confirmación de que la derecha está bajo asedio. Desde esa lógica, Trump no busca soluciones que desactiven la espiral de agresiones, sino venganza política. El discurso se endurece, se simplifica y se convierte en combustible para una narrativa binaria como la de amigos o enemigos, patriotas o traidores.
Por eso la Casa Blanca reforzó la seguridad de inmediato tras el asesinato, mientras figuras como Steve Bannon declaraban que Kirk era “una víctima de la guerra” y que Estados Unidos ya está inmerso en un conflicto interno. La coincidencia de estos mensajes con la retórica de la ultraderecha mexicana, que también atribuye los crímenes a una supuesta ofensiva comunista global, revela un frente ideológico transnacional que alimenta las mismas tesis de persecución y victimización.
En México algunos políticos y empresarios como Ricardo Salinas Pliego indicaron que detrás del crimen, se encontraba la izquierda y culpó al supuesto comunismo (que prácticamente ya no existe), pero el presunto asesino, delatado por su padre, viene de una familia de republicanos, lo que evidencia que Estados Unidos no solo está dividido entre los republicanos y demócratas, sino dentro del mismo partido en el poder federal.
Pero lo más inquietante es el posicionamiento del subsecretario de Estado y exembajador en México, Christopher Landau, quien advirtió que los extranjeros que “glorifiquen” el asesinato podrían perder la visa. En otras palabras, Washington no solo endurece su discurso interno, sino que amenaza a ciudadanos de otros países con sanciones si sus expresiones son interpretadas como simpatías hacia el crimen. Estados Unidos parece encerrarse en sí mismo, reaccionando no solo con medidas de seguridad, sino también con un blindaje político que limita voces externas.
Eso quiere decir que en medio de una sociedad polarizada, las libertades de expresión y disenso quedan subordinadas a la lógica de la seguridad nacional. El Departamento de Estado pide incluso que se denuncien comentarios en redes sociales para identificar y castigar a quienes “justifiquen” o “banalicen” lo ocurrido. Ese tipo de medidas refuerzan la percepción de un país que, al sentirse vulnerado, responde con vigilancia y amenazas, más que con apertura democrática.
Al mismo tiempo, la industria de las armas sigue siendo intocable. En Estados Unidos, el comercio de armas y municiones está valuado en más de 20 mil millones de dólares anuales. Mientras las tiendas sigan vendiendo rifles y pistolas como si fueran electrodomésticos, la probabilidad de que hechos como el asesinato de Kirk se repitan es altísima. La contradicción es evidente, porque se habla de combatir la violencia política, pero se protege un mercado que la alimenta estructuralmente.
Trump, en lugar de llamar a cerrar esa herida, ha prometido medidas rápidas para perseguir a lo que denomina “organizaciones de izquierda” y ha señalado a sus opositores como responsables directos de la violencia. Incluso asesores como Stephen Miller y figuras de la extrema derecha han pedido declarar una guerra abierta contra la izquierda, disolver sus organizaciones y encarcelar a sus integrantes. La frontera entre política y persecución se desdibuja peligrosamente.
La tragedia de Charlie Kirk, lejos de abrir un espacio para repensar el rumbo, se está convirtiendo en el símbolo de un país que se radicaliza cada vez más. Estados Unidos enfrenta un dilema: detener la espiral mediante el diálogo y el control de las armas, o seguir alimentando una narrativa de guerra interna que solo garantiza más muertos. Por ahora, todo indica que la segunda opción se está imponiendo.