Fuera
Lloramos en un espacio abierto,
hay un pequeño parque,
una niña juega con dos mujeres.
El guardia de la clínica nos pide movernos unos metros,
no estorbar la entrada.
Hace diez minutos
me han dado un diagnóstico médico terrible.
De pronto, y sin más, elijo la vida.
Fuera de discursos y sin sostenerme en nada.
En mis manos, tierra de pantano.
Terror.
Los restos quedan prendidos a la realidad,
no al recuerdo.
Del movimiento; al final, brotan la rapidez,
el impulso.
Los días.
Hojas para no poner calma en ellas
Con la mano izquierda
rompo el papel,
lo convierto en deformes pelotas
para dispararlas contra el basurero.
Fallo dos de cinco.
El pozo luce hondo.
Del agua anhelada,
solo oxígeno
en tanques de guerra.
Y más papel.
Existencia en dos segundos
Se pelean,
compiten por conocer mi enfermedad a cabalidad,
nombrar sus síntomas y consecuencias.
La batalla surge y desaparece en cada conversación.
Hacen como si yo no estuviese.
Enumeran casos, trescientos, doscientos;
buscan curas para una parte;
complican el estado de salud;
los brazos rompen el cuello cada tanto.
Me rodean, insisten en escuchar lo que quieren.
Conforman sus vidas alejando la mía.
Asfixia y primeras veces.
Antes del olvido, de la fiereza con la que me canibalizan, grito:
Esclerosis Lateral Amiotrófica.
No tengo miedo de decirlo. No debo tenerlo.
Ellos siguen sin oír.
Transitan por la cuerda floja del prejuicio.
Me persiguen hasta casi exterminarme.
Me lanzo
al aire libre.
Una persona
Las imágenes
de la resonancia magnética
traen la novedad de la estridencia,
la deformada suerte que no da aliento ni promueve
el discurso de la valentía.
La vida no debe enfocarse en la tristeza de aguantar.
La orilla también puede ser el final de una densa
aventura entre los trópicos.
El cansancio saca los brazos,
en los múltiples
sentidos de la combinación de palabras.
Deslices en medio del agua
que ya no viene del mar,
ya no es el mar,
se ajusta a unas cuantas gotas en la cicatriz.
Catarata o bilis.
Un punto en la mirilla,
sobre
la ruta
inmaculada.
La oriental locura
En el desierto se anhela la líquida parada
en la estación de turno.
El paciente sin paciencia se gana una tribuna
de profesionales y cuidadores quemeimportistas,
metidos en sus propias tragedias.
La sordera radica en lo social.
Los enfermeros
ponen candados en las puertas,
cierran las ventanas;
las cortinas ocultan la verdad.
Los cráneos se funden en una tonada gris.
Se propaga la inmundicia
y sobresale el gesto del sol entre los intersticios;
rubicundo,
migrante,
espía.
Esqueletos bailando con la música de los últimos músculos.
El frío transforma las extremidades en agravantes;
manchas de colores opacos.
Tardes de abrigos, bufandas, chompas.
La respiración va por su lado, desde los labios recae una palabra.
Nadie la escucha.
Violácea permanece,
terca, poseída.
***

Juan Secaira Velástegui (Quito, Ecuador, 1971). Licenciado en Comunicación y Literatura (Pontificia Universidad Católica del Ecuador). Ha publicado un libro de ensayo, Obsesiones urbanas, y nueve libros de poesía: Construcción del vacío, No es dicha, Sujeto de ida, Ribera de cristal, La mitad opuesta, Caracoles hacen círculos en las sienes, La malsana marcha a contraluz, Contorsiones que en la mente oscilan, y Eclipsa los arribos. Su obra literaria ha sido traducida a varios idiomas y ha recibido reconocimientos en el Ecuador y en el extranjero. Se adjudicó un accésit en el concurso de poesía de la revista española Katharsis (2018). Forma parte de antologías nacionales e internacionales. Premio Nacional de Poesía Jorge Carrera Andrade (2012); Premio Nacional de Poesía Paralelo Cero (2023). Ganador del Primer Premio de Poesía Gustavo Garzón (2023). Uno de los ganadores del Concurso Nacional de Cuento y Relato Retorno (2024). Segundo premio en Textos Teatrales, 2024.

