Harto estaba de matar mi tiempo libre viendo series y pelis en Netflix y monitoreando noticias y el conteo de personas que morían de Covid, especialmente aquí en la ciudad.
“Si no tienen necesidad de salir, es mejor que no salgan. Quédense en casa, y más si se eres un adulto mayor. Es peligroso”, repetían y repetían en la radio y televisión.
Las noticias sobre el coronavirus eran desalentadoras, y más porque nuestro sistema de salud (local, estatal y a nivel nacional) era paupérrimo, y bien sabíamos que el IMSSS, el ISSTE y Pensiones del Estado son barriles sin fondo. Es decir, eran instituciones infectadas por la corrupción y la ineptitud desde antes de la pandemia.
Yo seguía en lo mío. Todos los días (excepto los domingos) me dedicaba ocho horas a mi trabajo: leer manuscritos de novelas policiacas o de detectives y del narcotráfico que la editorial me enviaba para que las dictaminara.
Debo aclarar que la mayoría eran (y son) novelas impublicables. Manuscritos enviados por personas que se autonominan escritores con cierta trayectoria.
Pero de 10 novelas que me mandaban para leer, una era “aprobada”, y muchas de las veces las 10 terminaban en la basura. Lo tedioso era que, de todos modos, tenía que redactar un dictamen de cada novela leída y por qué no recomendaba su publicación.
Ese era mi trabajo. (Hasta el día de hoy lo sigue siendo).
Mi lugar de trabajo en la casa es una ampliación que mandamos construir hace 6 años; con eso agregamos más espacio a la sección de la sala y comedor. Ese agregado lo tomé como “estudio”, donde coloqué un escritorio, una silla ergonómica, un escritorio, un librero de madera para los libros que compro para “autoconsumo” (por placer), un estante metálico para los manuscritos (del trabajo) que tengo que leer y una bocina para poner y escuchar música… Y en las paredes tengo cuadros originales de amigos artistas visuales que me han regalado o vendido.
El estudio da al patio, abriendo una puerta corrediza de cristal (estilo francés).
De manera que tengo a la vista mis árboles frutales, y la azotea, y a la vecina que todos los días subía (a diferente hora).
Yo no salí al patio… Tenía “miedo”. No sé si era a mi vecina o al coronavirus o a los dos.
Y mi vecina me veía cuando subía a la azotea y sabía que estaba en mi estudio (porque advertía mi silueta a través de las cortinas traslúcidas).
Gritaba mi nombre y me chiflaba (su silbido no era escandaloso), y hasta me arrojaba piedritas, pero yo hacía que la virgen me hablaba.
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