ES INMINENTE EL FIN DEL MUNDO. Hace escasos minutos que sucedió. Hubo confusión entre los vivos; sin embargo, harto más entre los muertos. No sabían si despertar primero, los primeros en morir o los que por la mañana desayunaban o se ejercitaban en los parques. La muerte los agarró a muchos en sus vehículos y a otros tantos en la ducha. Distraídos en los menesteres del mundo, los tomó por sorpresa el día último. Los huesos resquebrajados, guardados en ataúdes, se juntaron con la ayuda del viento, que les daba un aliento de vida de nueva cuenta. Las cenizas esparcidas por doquier las agrupó en una masa como la que alguna vez formara al gólem, aquel primer intento de creación de los seres humanos.
Salieron los primeros vivos de entre la muerte. La sentencia está dicha desde antes de todo tiempo: “Soy Dios de vivos y no de muertos”.
Qué armonía el nuevo comienzo. Nadie se reconocía en este mundo creado tan solo en siete horas. El poder divino también se perfeccionó —si no amerita ser llamado sacrilegio mi afirmación— con la evolución de su creación. Ya no hay humanos como los conocemos. Los animales y las plantas no sufrieron transformación alguna, solo las especies extintas retomaron su camino en la vida. Gigantes y duendes conviven ahora. Dios apareció entre ellos, nadie conocía su rostro —que en el mito, el fuego transfiguró— y lo cierto es que se confundía entre su creación. No era más alto ni más radiante, no tenía plumas ni vestía de oro. Parecía un humano más de los que otrora reinaban en el planeta. Dios, feliz, admiró su pensamiento. Dijo: “desde el origen de los tiempos lo tenía planeado y lo cierto es que han pasado millones de años para este momento. No lo recuerdo, creo que apenas ayer lo pensaba”.
El tiempo para Dios es totalmente distinto al que conciben los humanos. Ni siquiera las estrellas, con su larga vida, pueden imaginarlo.
Los cazadores y presas ahora conviven en los riachuelos. Ya no es necesario estar atento al menor ruido, por lo que los sentidos pasaron a un segundo plano. Estas criaturas las mueve el amor, no hay necesidad de persecución. El alimento lo provee la Tierra, como siempre lo ha realizado, en pastos nutridos y en una sustancia que cae del cielo (aquella que alimentara en el exilio). Nacen también frutos similares a la papaya, dulces en grado sumo, que son esperados con ansia tanto por dragones como por pequeños duendes que se regocijan cantando. Son canciones extrañas, más parecieran sonidos guturales pero que a todos encantan. Dios los escucha en la distancia y sonríe plenamente. Ha esperado este día durante todo el día (el presente es una eternidad, no hay pasado ni futuro; es un pensamiento constante) y ahora que lo mira se lo imagina tan lejano. Sonríe. Toma un fruto y lo devora como un chiquillo hambriento. Dios ahora puede disfrutar de su creación.
Extraña al ser humano.
“Es problemático, no hay duda”, piensa Dios, o lo exclama. En su naturaleza está amar y odiar y sufrir y buscar, incansable, su felicidad. Mirar a las estrellas y admirar la dicha por poder apreciar algo que no termina de entender, superior a él. No conocían de mí y sin embargo en mi creación pusieron toda su esperanza. En un río, que se multiplica en la infinitud, o en el poderoso rayo que los asusta en las noches de tormenta. En la majestuosa ave que destinaron como diosa o en el felino moteado que devora sus vidas. En el astro de luz que da a sus días el tiempo o la estrella que los orienta en sus destinos de bajeles. Ellos han puesto toda su fe en mí sin conocerme. Crearon dioses a su imagen y los vanagloriaron por mejores tiempos. Muchos eran conducidos en carrozas y adornados con oro y ajorcas; otros, con piel de animales o flores silvestres. En el pasado vieron el mejor de los tiempos.
Los humanos se imaginaron a la divinidad como Dios los imaginó a ellos. Le dotaron de poderes y deseos. El supremo dios debía vestir de oro y seda y tener un centenar de mujeres y efebos. Debía beber el exquisito vino y poder cazar al temible león. Le imaginaron dotado de sabiduría y poder, algo que los humanos, muy en su interior, siempre ansían. No se le debía ver directamente a los ojos, no, ¡qué va! Un dios omnipresente debería tener múltiples rostros y todos temerarios.
Dios, en cambio, imaginó a los humanos llenos de amor. Así los creó. Dijo: “deben tener la capacidad de decisión y de libertad. No deben ni siquiera saber de mí. Este mundo lo deben entender ellos y poder convivir con los demás seres sintientes. Este mundo es para todos, sin exclusión. El amor los salvará, será su única guía. No daré ninguna instrucción ni intervendré en sus decisiones, me abstendré de todo. La única forma en que me podrán sentir será cuando realicen un acto de amor, desde una sonrisa hasta dar la vida por un amigo. Lo he dicho, su guía será el amor”.
Cuando pensaba en los humanos, una pequeña lágrima atravesó su rostro. “Cuánta falta hacen en mi creación y sin embargo fueron ellos los que pusieron al borde del profundo abismo a este mundo, a mis criaturas que tanto amo y que son parte de mí”. Por un momento se quedó en silencio. En sus pensamientos comenzaba la deliberación:
“He culpado a ellos por el desastre de este mundo, por la hambruna, por las guerras, por la pobreza, por el exterminio, por la destrucción azorada de bosques y selvas, de animales y peces, porque en realidad no quería cargar la culpa sobre mi espalda. No hay duda, el culpable he sido yo. Prudente sería regresar al ser humano a este mundo. No debo intervenir en su capacidad de decisión. La libertad es su máximo atributo. ¿Cómo decirles entonces que el camino es el amor? Les daré una suerte de consejos en personas sabias, ellos hablarán por mí”.
Entonces recordó que antaño muchos habían hablado por Él, engañando al pueblo. Se convirtieron en ambiciosos y voraces. Corrompieron a sus seguidores y les pusieron cargas que ni ellos se atrevían a asumir. Pequeños niños fueron corrompidos por estos hombres y muchas mujeres abusadas. Hombres que mataban en su nombre porque ellos les dijeron que hablaban por Dios. El pueblo se empobreció mientras ellos se vestían de la seda más fina y con el oro que tanto ambicionaban. Recordó que fueron esos hombres los que humillaron a su Hijo, los que le dieron muerte a través de las mentiras.
“¡Oh, no! No puedo cometer de nueva cuenta esta pifia”, pensó.
Entonces, como si su corazón se detuviera, sintió que no era perfecto. En algunas ocasiones como estas, donde su decisión no fue la prudente, observó que tenía más similitud a los humanos. Se asemejaba tanto a su creación que, tomando el aire fresco que le llegaba, sonrió.
“No debo ser perfecto. Debo, como ellos, basarme en el amor”.
Corrió colina abajo, con todas sus fuerzas. Atrás, le seguían algunos seres sintientes que, motivados por tanta emoción, emprendieron el camino. De pronto, Dios se detuvo antes de llegar a un pequeño lago; su corazón, agitado, sonaba como tambor. Cerró los ojos y sintió el aire que le despeinaba la cabellera, se supo amado por su creación que lo rodeaba; Él correspondía plenamente. Se echó al pasto crecido. Se imaginó al ser humano, así, como lo había creado en un inicio: en plenitud y libre albedrío, con toda esa diversidad para amarse y pluralidad de ideas. El respeto y la dignidad debían prevalecer. El amor a la otredad, sean seres humanos, plantas o animales, tendría que mover de nueva cuenta el mundo.
Dios sonrió cuando, del polvo que revoloteaba con soplo divino, surgieron los seres humanos. Los animales huyeron a refugiarse. Dios, sorpresivo, acudió al llamado de los seres humanos, los interceptó antes de que llegaran al lago. Era la primera ocasión que los humanos podían ver a su Creador a los ojos; Dios, en cambio, se reflejaba en ellos. Tomó aliento y dijo gustoso:
“Han regresado a la vida, lo cierto es que nunca se fueron de mi creación. Tampoco lo es que, por sus acciones a mi otra creación, le han ocasionado un temor que les estruja el alma. Ustedes deben comprender que la vida se respeta, así como la diversidad en ideas y en amor. Deben comprender que no son superiores a ellos ni en racionalidad ni moralmente. Quizá ustedes deban aprender de ellos, por eso mismo les he dicho reiteradamente que deben comportarse como chiquillos. Con el corazón sano e inocente. Sientan en lo profundo de su ser el amor”.
“Tenemos que sanar este mundo. Yo los ayudaré. No se recreará en siete días, pasarán años para que sane completamente. Ustedes morirán si acaban con la vida. ¡No lo han entendido! Está íntimamente vinculada mi creación. Ustedes y los demás seres sintientes se encuentran en una relación interdependiente. No extingan la vida porque corren con la misma suerte y ahí, en ese abismo, yo no podré ayudar”.
Los humanos seguían sorprendidos de este ser. Para ellos, Dios se les apareció con los ojos llenos de luz, el cuerpo irradiaba una energía descomunal que podía destruir cualquier cosa. Sintieron que les hablaba, pero en lo más profundo de su ser. Vestía de fuego y las estrellas se colocaban a sus pies. Cientos de miles de guardianes le cubrían la espalda y un abismo se interponía entre Él y los humanos.
Los humanos sintieron temor. Dios, al verlos así, como niños que buscan el refugio de su madre, les sonrió amoroso. No vieron en su mirada sino paz y entendimiento. Y ahí se dirigieron. Ya no vieron el abismo, se disipó como su temor. Los seres sintientes también acudían con Dios. Los saurios hacían temblar la tierra y las parvadas de los pájaros opacaban el cielo.
Dios, con tono manso, dijo: “ha llegado mi hora. Ya no podré estar físicamente con ustedes hasta su hora última, mas deben recordar que siempre estaré en su corazón. Vean mi reflejo en los retoños y en el viento que les dará la fuerza necesaria para seguir la cuesta. Ayuden. No se cansen de ayudar. El porvenir debe ser mejor. Mi viaje comienza. Quisiera postergarlo, pero en ustedes ahora veo entendimiento y amor. Ya no soy necesario. Ustedes lograron entender la creación”.
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Israel Rosey es abogado y escritor mexicano. Asiduo lector de la literatura clásica. El destino, inescrutable, lo llevó al camino de las leyes. Licenciado en derecho, con máster en Derecho y especialidad en Derechos Humanos, ambas con mención honorífica. Actualmente cursa el doctorado en Administración Pública. Profesor humanista de la Facultad de Derecho de la UNAM. Servidor público en la Cámara de Senadores. Como Juan Rulfo, tiene una necesidad por escribir. Ha colaborado en la redacción de libros, proyectos de iniciativa de ley y artículos periodísticos. Su primer libro, El bosque de las sombras, es un compendio de cuentos de literatura fantástica.

