En la danza de los poderes, hay quienes insisten en marcar el paso incluso cuando la música está por cambiar. En un acto que bien podría llamarse desesperado, la Suprema Corte de Justicia de la Nación, encabezada por su actual presidenta, ha decidido que el reloj es un simple adorno y que el tiempo de los demás no merece respeto.
La maniobra reciente para adelantar el nombramiento de tres integrantes del Órgano de Administración Judicial antes de la inminente reforma es, en el mejor de los casos, un gesto de terquedad institucional; en el peor, un intento descarado de dejar sembradas sus propias piezas en un tablero que está a punto de ser reorganizado.
Hay que reconocerlo: no es cualquier jugada. Se trata de una estrategia que busca garantizar que, pase lo que pase con la renovación del Poder Judicial, los viejos hilos de poder sigan atados a las mismas manos. La decisión de la Corte de intentar imponer estos nombramientos antes de septiembre, cuando entrará en vigor la reforma judicial, es un intento de asegurar la continuidad de un modelo que ha sido duramente criticado por su opacidad y falta de renovación.
La ironía es que este mismo tribunal, que tantas veces ha argumentado la importancia del debido proceso, hoy actúa como si las reglas del juego fueran opcionales. Si la reforma establece que estos nombramientos deben ser hechos por la nueva conformación de la Suprema Corte, ¿qué sentido tiene esta prisa repentina? La respuesta es evidente: miedo a perder el control.
Algunos ministros, en su intento por hacer historia, parecen olvidar que la historia no perdona a quienes insisten en aferrarse a un poder que ya no les corresponde. El espíritu de la reforma judicial es claro: un Poder Judicial renovado, sin las amarras de las antiguas prácticas que han permitido la corrupción y la impunidad. Y sin embargo, quienes hoy pretenden dar este albazo actúan como si la voluntad del pueblo fuera un mero trámite burocrático.
Más allá del debate técnico sobre la legalidad de este intento, hay un asunto de legitimidad que pesa mucho más. ¿Qué mensaje envía la Suprema Corte al intentar tomar decisiones que, por mandato constitucional, corresponderían a una nueva estructura? ¿Qué tan confiable puede ser un tribunal que se resiste a aceptar las reglas que le imponen los otros poderes de la República? Es una ironía trágica que los guardianes de la Constitución sean los primeros en intentar torcerla cuando sus intereses están en juego.
Resulta aún más absurdo si consideramos la urgencia de los problemas reales que el Poder Judicial debería estar atendiendo. Los expedientes de amparos que benefician a criminales, la impunidad de casos de corrupción y las sentencias que tardan años en resolverse son solo algunos ejemplos de las tareas que deberían ocupar su tiempo. Pero no, la prioridad es otra: asegurarse de que las sillas de poder no queden vacías para que las ocupe alguien que no pertenezca a su círculo de influencia.
El argumento de la continuidad administrativa es apenas un pretexto. Si la reforma judicial establece que la nueva Corte debe hacer los nombramientos, la discusión debería terminar ahí. Sin embargo, algunos ministros insisten en comportarse como si fueran indispensables, como si la justicia no pudiera existir sin su presencia, como si el sistema fuera a colapsar si ellos no lo dejan todo bien atado antes de marcharse. Pero la justicia, como la democracia, no depende de nombres ni de grupos, sino de instituciones fuertes y transparentes.
El Poder Judicial se enfrenta a una de sus pruebas más importantes en décadas. O acepta la renovación con dignidad o se aferra con uñas y dientes a un modelo que ya ha demostrado ser insuficiente. El albazo que intentan dar no es solo una muestra de resistencia al cambio, sino un acto que podría manchar aún más la ya deteriorada imagen de la Corte ante la sociedad.
El tiempo, como la historia, avanza sin pedir permiso. Y por más que algunos ministros intenten detenerlo, la realidad es que el futuro del Poder Judicial ya no les pertenece. Lo que hagan en estos últimos meses definirá cómo serán recordados: como quienes facilitaron una transición justa o como aquellos que intentaron, sin éxito, imponer su última voluntad sobre un pueblo que ya decidió su destino.