Como el hambre, el amor físico es una necesidad.
Pero el apetito del hombre por el amor nunca
es tan regular o tan sostenido como su apetito
por las delicias de la mesa.
Honorato de Balzac
Existen diferentes placebos naturales a los cuales el ser humano se remite, singularmente para escapar de la realidad, para recordar, descansar y demás. Puede ser la música, la bebida, caminar y, muy especialmente, la comida; al menos en una cultura gastronómica como la nuestra, incluso los ataques de ansiedad o depresión buscan un escape en lo que hoy por hoy se conoce como Trastornos de la Conducta Alimentaria. Pero incluso sin llegar a ello, es el alimento uno de los destinos más eficaces para muchos escapes, desde las celebraciones hasta el hambre emocional desplazada a un hambre no fisiológica, pero sí alimentada con ciertos gustos culinarios que, generalmente, no son los más nutritivos ni saludables que puedan existir. Nuestra gastronomía es muestra clara de ello.
Es de conocimiento general que quienes tienen momentos tormentosos, un mal día o estrés se refugian en comer, no solo hasta la saciedad, sino sobrepasando el hambre fisiológica. Es casi una regla general: entre más se come, los espasmos van pasando o haciéndose menos punzantes. No por nada, al menos en México, existen infinidad de memes en relación al gusto por los tacos, las cocas de vidrio, las hamburguesas, etcétera.
Algo más a tomar en consideración es el aumento de alimentos ultraprocesados, los cuales activan un sistema de recompensa a nivel cerebral, a la par que estimulan sustancias que dan sensación de bienestar, como en el caso de la dopamina. Si a esto añadimos la facilidad con la que estos se consiguen en las tiendas de conveniencia o en las llamadas tienditas de la esquina, tenemos como resultado un aumento alarmante del consumo de alimentos innecesarios para el organismo y de muy bajo aporte nutrimental. Estos, al estimular sensaciones químicas de bienestar por su propia naturaleza, se vuelven adictivos. No por nada, al tratar de dejar la chatarra, comienzan mareos, mal humor y la búsqueda de estos alimentos para consumirse en la primera oportunidad o desliz.
Recordemos las palabras que escribió y nos legó para la posteridad el padre del psicoanálisis, Sigmund Freud: «El yo vive una vida de indigestión, una sencilla vida con sencilla comida. Por eso, la mayor parte del arte culinario se dedica a apaciguar los ataques de ansiedad y el sentimiento de culpa, desplazando el efecto controlador e inhibitorio del superyó». Freud enfatiza en una función estabilizadora de la gastronomía ante situaciones tanto de ataques de ansiedad como de sentimientos de culpa. Ante el arte culinario, el superyó —cuya función primordial es castigar— se debilita y la persona sucumbe ante el ello.
Derivado de estos sucesos, gran parte de la población mantiene una mala salud física, ya que incluso al asistir con un especialista en nutrición, el régimen alimenticio se ve truncado por las debilidades de las personas. En otros escenarios, como en la población deportista, mantener una dieta equilibrada y un equilibrio energético para conservar su mejor nivel físico se ve truncado principalmente por desplazar el hambre emocional al hambre fisiológica.
La industria alimentaria de la considerada comida chatarra sabe, a ciencia cierta, que sus productos han sido diseñados para alterar los patrones de alimentación, ya que estos modifican los circuitos del cerebro de igual manera que sucede con los fármacos o las drogas. Es por ello que, muy a menudo, los TCA son tratados con medicinas que vuelven a modificar los circuitos cerebrales e inhiben la segregación de sustancias químicas a nivel neuronal, para que durante el tratamiento el paciente quede libre de estos antojos. Sin embargo, luego de lograr ciertos resultados, volver a consumir estos alimentos provoca que, en forma muy rápida, se retorne a la adicción, por las mismas circunstancias que hemos mencionado.
Por ende, podría decirse que comer sirve como terapia momentánea; sin embargo, una vez recuperado el poder del superyó, vienen embates donde la persona retorna a su antigua condición. Por lo tanto, podríamos suponer que tanto los alimentos, la música, el deporte, la literatura, etcétera, sirven como agentes momentáneos que inhiben los castigos del superyó, que generalmente vienen en forma de regresiones y tienen origen en una cultura gastronómica que no es para nada la más saludable. Incluso los regímenes alimenticios son objeto de burlas y chascarrillos que terminan por hacer mella en quienes deciden, ya sea por prescripción médica o voluntad propia, buscar una alimentación más nutritiva y, por ende, saludable.
Según el psicoanálisis tradicional, no es hasta que la persona sabe y enfrenta sus miedos cuando estos desaparecen y dejan de influir, es decir, hasta que la persona sabe, pero sobre todo cree en el análisis hasta donde el mismo llegó. Hoy en día, ya no es solo mantener una nutrición adecuada, sino generar una conciencia de ello. Por esto, en el deporte de alto rendimiento ya no solo se habla de acondicionamiento físico, sino que este debe ir acompañado de nutrición y psicología deportiva; de otra manera, los resultados no son los más adecuados. En este mismo tenor, la persona en general debe mantener conocimiento de lo que sucede con la adicción a la comida que puede derivar en TCA, y cómo lo más fácil de conseguir y consumir tiene mucho de fondo para que no sea tan sencillo cambiar los hábitos.
Mientras tanto, tendremos escapes permanentes a nuestros propios placebos como mecanismo de defensa para acallar la conciencia, para mermar la ansiedad y hacer, como expresó Baudelaire, menos odioso el mundo y más ligero el instante. Aunque en ello nos cueste la salud y otras tantas consecuencias que, hasta que no lleguen a un punto de fatalidad, tendrán quizá el beneficio de la duda. Mientras, nuestra cultura —y la cultura global— nos hará buscar recetas milagrosas que nos permitan perder peso o ganar masa muscular, sin que esto realmente pueda existir, como lo han demostrado una gran cantidad de investigaciones alrededor del mundo.