José “Pepe” Mujica, el expresidente de Uruguay y uno de los referentes más entrañables y coherentes de la izquierda latinoamericana, falleció este martes a los 89 años, tras librar una dura batalla contra un cáncer de esófago que se le había extendido al hígado. La noticia fue confirmada por el actual mandatario uruguayo, Yamandú Orsi, quien lo despidió con un mensaje breve pero profundo: “Te vamos a extrañar mucho, viejo querido. Gracias por todo lo que nos diste y por tu profundo amor por tu pueblo”.
La muerte de Mujica deja un vacío inmenso, no sólo en Uruguay, sino en todo el continente. Conocido como “el presidente más pobre del mundo” por su estilo de vida austero, Mujica llevó una existencia coherente con su discurso: rechazó los lujos del poder, donó casi el 90% de su salario presidencial, vivió en una chacra modesta con su compañera de vida y militancia, Lucía Topolansky, y condujo su viejo Volkswagen Escarabajo hasta los últimos días de su presidencia.
Pero Mujica fue mucho más que un símbolo de sobriedad. Fue guerrillero, preso político, filósofo autodidacta, presidente y, sobre todo, un referente ético. Su vida fue una parábola política: nació en un barrio obrero de Montevideo, plantó flores para sobrevivir en su juventud y terminó encabezando el Gobierno de su país tras una vida de lucha por los más desfavorecidos.
De la lucha armada a la reconciliación
De acuerdo con varios libros publicados sobre su vida y artículos periodísticos, fue militante de izquierda desde su adolescencia y abrazó el marxismo en la década de 1960. Se integró al Movimiento de Liberación Nacional-Tupamaros, una organización guerrillera inspirada en la Revolución Cubana. Encarcelado por primera vez en 1964, pasó gran parte de la dictadura militar (1973-1985) como rehén del régimen, encerrado en condiciones inhumanas durante más de 11 años. En ese encierro, bordeó la locura, hablaba con hormigas y sobrevivió gracias a los libros que le permitió una psiquiatra militar. “El ejercicio de escribir disciplinó mi cerebro”, recordaría años después.
Tras la restauración democrática, Mujica se reintegró a la vida política institucional: fue diputado, senador, ministro de Ganadería y finalmente presidente de Uruguay entre 2010 y 2015. Durante su mandato se aprobaron leyes de vanguardia como la legalización del aborto, del matrimonio igualitario y de la marihuana. Estas reformas, discutidas con serenidad pero impulsadas con convicción, mostraron su pragmatismo progresista y su respeto profundo por la libertad individual.
Un presidente que no se mudó a la residencia presidencial
Nunca usó traje, evitaba protocolos y vivía como hablaba. Desde su chacra en Rincón del Cerro, donde cultivaba flores, Mujica recibía a líderes internacionales, periodistas y curiosos que no podían creer que un jefe de Estado viviera sin guardaespaldas ni secretarios. “No soy pobre, tengo pocas cosas pero suficientes para ser feliz”, decía. Su austeridad no era una pose: era parte de su ética.
En 2012, pidió perdón en nombre del Estado uruguayo por los crímenes de la dictadura, en un acto público frente a los familiares de desaparecidos. Pero también reconoció las limitaciones de su gobierno para desmontar del todo el aparato de impunidad que seguía operando tras la Ley de Caducidad.
El guerrero cansado
En abril de 2024, Mujica anunció que le habían detectado un tumor en el esófago. Dijo que su cuerpo ya no toleraba tratamientos agresivos y que no se aferraría a la vida. “Me estoy muriendo y el guerrero tiene derecho a su descanso”, declaró con serenidad. Aun así, hizo apariciones en actos de su partido político, donde afirmaba que su generación se estaba yendo, pero la lucha debía continuar.
En uno de sus últimos discursos, de pie frente a una multitud, dijo: “Soy un anciano que está muy cerca de emprender la retirada de donde no se vuelve, pero soy feliz porque cuando mis brazos se vayan, habrá miles de brazos sustituyendo la lucha”. Fue un adiós sereno, lleno de esperanza y coherente hasta el final.
Un legado que trasciende fronteras
Desde un país pequeño, Mujica se convirtió en un referente mundial. Invitado por universidades, movimientos sociales y gobiernos, su palabra era escuchada con respeto. Nunca se asumió como un líder mesiánico ni buscó idolatrías. Se definía como un estoico, consciente de que sus ideas no encajaban del todo en un mundo consumista y voraz.
Hoy, millones en América Latina lloran su partida, pero también celebran su vida. Se va uno de los últimos grandes. Un hombre que vivió como pensó, y pensó siempre en los demás.
Hasta siempre, Pepe.