Que un individuo quiera despertar en otro individuo
recuerdos que no pertenecieron más que a un tercero
es una paradoja evidente. Ejecutar con despreocupación
esa paradoja, es la inocente voluntad de toda biografía.
Jorge Luis Borges
Si de alguien se ha escrito en el México contemporáneo, es sin duda de la figura de Doroteo Arango, mejor conocido como Francisco Villa. La gran mayoría deriva de los estudios historiográficos de connotados escritores y de otros tantos que buscan develar lo verosímil de sus investigaciones.
Existen diferentes áreas de estudio de la historia de este icónico personaje, bajo los preceptos de la fenomenología, la hermenéutica interpretativa, la etnografía y otras tantas. Hace algunos años salieron a la luz una serie de libros publicados por un historiador juarense sobre el lado oscuro del también llamado Centauro del Norte, los cuales deben gozar, a la par, de cierta legitimidad, al igual que los que muestran al bandolero justiciero.
No entraré al análisis ni al debate de su obra, ni tampoco de las otras tantas que exponen una visión distinta. El análisis que hoy presento se encamina, más que nada, al elemento que articula las investigaciones historiográficas, y es que, al ser emanadas de testimonios, documentales, análisis un tanto antropológicos, no dejan de mostrar una sintomatología más de deseo que de verosimilitud.
El psicoanalista Sigmund Freud, en una de sus famosas epístolas a su prometida, suscrita el 28 de abril de 1885, anota:
“Acabo de realizar algo que cierto grupo de personas, aún no nacidas y ya condenadas a un destino aciago, van a lamentar vivamente. Puesto que no puedes adivinar de qué se trata, te lo diré: me refiero a mis biógrafos.”
Si bien el neurólogo austriaco destruyó sus notas y todos sus documentos escritos hasta esa fecha, el uso que hacen de ellos los historiadores no es sino una interpretación que nace de un elemento predeterminado, es decir, parten inicialmente con el objetivo de hablar bien o mal del personaje, de mostrar sus virtudes o defectos. Es este el sesgo primordial del que nace toda investigación cuando se vértebra en la vida de algún personaje, lo que hace más un deseo a satisfacer que el de mostrar una verdad histórica.
En esta tónica, refiriendo nuevamente a la historia del psicoanálisis, cuando su fundador (como disciplina) decide cambiar la neurología por dedicarse al estudio de los procesos del inconsciente, nace precisamente cuando pudo comprobar que las historias que le contaban sus pacientes resultaban falsas, y las teorías sobre recuerdos que elaboraban sus pacientes no aportaban nada a dar con los diversos núcleos traumáticos. A esto lo denominó fantasía; de aquí nació su influyente teoría de la sexualidad infantil.
Por lo que se puede desprender, como en el adulto muchos de sus recuerdos refieren más a aquello que desean que hubiera pasado que a lo que realmente ocurrió, de esto están impregnados los vastos estudios derivados de datos y testimonios de terceros.
La admiración o denostación de personajes se debe también a aquellos procesos psíquicos de identificación, de aquella aspiración nacida del ideal yoico que hemos construido.
Las historias y sus investigaciones no nos traen otra cosa que mirar, con diferentes lupas, cómo se ha construido el entramado complejo de la realidad material, sin que ello revista una verdad absoluta, a veces ni siquiera relativa.