La mayoría de los mexicanos ha escuchado, al menos una vez, la palabra “Fobaproa”. Algunos la relacionan con la crisis económica de los noventa, otros con la corrupción y el abuso de poder. Pero muy pocos, sobre todo entre las generaciones jóvenes, comprenden el verdadero alcance económico y social de ese mecanismo de rescate bancario que, tres décadas después, sigue drenando los recursos públicos y condicionando las posibilidades de desarrollo del país.
La reciente reaparición pública del expresidente Ernesto Zedillo, protagonista central del Fobaproa, reavivó el debate. En entrevistas concedidas a las revistas Nexos y Letras Libres, Zedillo advirtió sobre una supuesta “muerte de la democracia” en México, declaraciones que provocaron la respuesta directa de la presidenta Claudia Sheinbaum. Desde Palacio Nacional, Sheinbaum recordó que fue precisamente Zedillo quien, en diciembre de 1994, avisó con antelación a un grupo de empresarios de una inminente devaluación del peso, lo que les permitió sacar del país grandes cantidades de capital y agravar una crisis financiera ya inevitable. “Cientos de miles de familias no pudieron pagar sus casas, sus negocios y cayeron en la pobreza”, señaló.
Pero la presidenta no se quedó en la anécdota. Anunció que a partir de ahora, en sus conferencias matutinas, dedicará un espacio a informar con cifras y datos duros sobre el Fondo Bancario de Protección al Ahorro (Fobaproa), creado en el sexenio de Zedillo y convertido luego en el Instituto para la Protección al Ahorro Bancario (IPAB), cuyo peso financiero —y moral— continúa siendo una losa para la nación.
La deuda interminable
El Fobaproa fue implementado a finales de 1995 como un mecanismo para “rescatar” a la banca mexicana tras la crisis del peso. Aunque fue presentado como una medida temporal y necesaria, su transformación en deuda pública comprometió a generaciones enteras de mexicanos, muchas de las cuales aún ni nacían cuando se tomó esa decisión.
De acuerdo con información oficial de la Secretaría de Hacienda y Crédito Público, hasta el día de hoy el Estado mexicano ha pagado 945 mil 895 millones de pesos únicamente en intereses derivados del rescate bancario. Esta cifra, ajustada por inflación a precios de marzo de 2025, asciende a 2 billones 30 mil 870.11 millones de pesos. Para dimensionar el impacto: esta cantidad equivale al 6 por ciento del Producto Interno Bruto (PIB) del país, una quinta parte del presupuesto federal para 2025, 4.5 veces el gasto en educación y más de 30 veces el presupuesto asignado a salud.
Pero la historia no termina ahí. A pesar de las millonarias erogaciones, todavía se adeuda un billón 159 mil 484.8 millones de pesos, cifra que incluye 32 mil millones correspondientes al programa de apoyo a deudores y más de 1.1 billones en pasivos del IPAB. Esta deuda forma parte del Ramo 34 del presupuesto federal y se sigue pagando año con año con recursos que podrían haberse destinado a infraestructura, desarrollo social, ciencia, cultura o servicios públicos.
Un error subestimado
En su momento, el entonces presidente de la Comisión Nacional Bancaria y de Valores, Eduardo Fernández García —quien años después sería acusado de tentativa de extorsión—, afirmó que el rescate costaría apenas 5 por ciento del PIB. Hoy, los intereses pagados por sí solos ya equivalen a 6 por ciento, y el pasivo restante representa 3.4 por ciento adicional, lo que eleva el costo total a 9.4 por ciento de la economía nacional.
En resumen: el costo del Fobaproa, que se pensó como una solución de emergencia, ha superado toda previsión, tanto en términos económicos como sociales. Hoy, sus consecuencias siguen presentes en cada presupuesto, en cada debate sobre gasto público, en cada programa que no pudo implementarse por falta de recursos.
¿Y las nuevas generaciones?
Una de las mayores paradojas del Fobaproa es que afecta, con fuerza, a quienes menos lo conocen: las generaciones jóvenes. Millones de mexicanos nacidos después de 1995 han crecido pagando, sin saberlo, una deuda que nunca contrajeron, producto de una decisión política opaca, criticada por organismos nacionales e internacionales, y defendida bajo el pretexto de evitar un colapso financiero.
En 2025, el IPAB cumple 25 años. Aunque sus voceros sostienen que la deuda representa cada vez menos respecto al PIB, lo cierto es que su peso nominal ha crecido y su proporción no ha disminuido sustancialmente. En lugar de reducirse su impacto, se ha consolidado como una carga estructural de largo plazo para el erario.
El costo social del Fobaproa también se expresa en términos de confianza ciudadana. Para muchos, significó el momento en que el Estado rescató a los bancos y abandonó a los ciudadanos. Las familias que perdieron su patrimonio, los trabajadores que vieron desplomarse sus ingresos, los estudiantes que enfrentan un sistema educativo con recursos insuficientes: todos han sido víctimas, directas o indirectas, de un error histórico disfrazado de solución técnica.
Informar para sanar
Por todo lo anterior, la decisión de la presidenta Sheinbaum de abrir un espacio para explicar el Fobaproa en sus conferencias matutinas no es un acto de revancha, sino de memoria pública. Informar es necesario para comprender por qué el país ha enfrentado ciertas limitaciones estructurales en las últimas décadas y para evitar que decisiones similares se repitan bajo otras formas y nombres.
El Fobaproa no es una herida cerrada. Es una deuda que sigue sangrando, especialmente para quienes no saben que la están pagando.