No Highs de Tim Hecker es un álbum de música ambient, un término inventado por Brian Eno en los setenta cuando su disquera lanzó cuatro álbumes, entre ellos, Music for Airports. Los géneros juntan. Permiten que un artista sea parte de una comunidad. Que su trabajo tenga más peso y alcance. Con el ambient, Eno nos dio una manera distinta de ver la música: bájale lo más que puedas al volumen y verás que la sensación del lugar cambia, que otros son los sonidos que destacan. Pero un álbum de este género no significa que deba ponerse de fondo. En un aeropuerto, una canción de Harry Styles es tan ambient como el destino de los pasajeros. En un restaurante, un single de Taylor Swift es tan single como los platillos de la mesa de atrás.
Algunos sonidos rugen. Otros sacan chispas. La cortadora de azulejo, la sopladora de hojas, la maquinita del peluquero, la bocina del claxon, el rechinido de unas llantas forman parte del ambiente de la ciudad. Los escuchamos, los ignoramos, les prestamos menos atención hasta que dejan de ser parte de nosotros. No Highs es un álbum con más altos que bajos. Es un ejemplo de cómo sería un viaje por la noche si los hermanos Safdie filmaran otro crimen en Nueva York.
Mi papá, mi hermano y yo teníamos la costumbre de ir al cine los domingos. Era nuestra forma de cerrar la semana con broche de oro. Checaba la cartelera en el periódico y todavía veo los próximos estrenos en la app. Cuando se estrenó la película de los Safdie, habíamos dejado de ir tan seguido. Como estaba lloviendo, decidimos que lo mejor era comer en casa, y cuando nos dimos cuenta de que la lluvia no iba a parar, salió la idea de ver una película, de hacer una actividad juntos. Una que la lluvia no pudiera interrumpir.
La señorita volteó la pantalla para que pudiéramos ver los asientos. Yo había adquirido la costumbre de sentarme en medio, pero mi papá y mi hermano preferían la penúltima fila. Hubo un tiempo en que el cine tenía una sala. O dos. El boleto incluía una bolsita de palomitas y un refresco pequeñísimo. Yo veía los dulces en el mostrador. Me compraban el hot dog y las palomitas, pero las Pon-Pons eran un adorno, una ilusión más del cine. En la fila, esperando a que el cajero sirviera el vaso de coca-cola y las palomitas gigantes a otros, te ponías a platicar de la movie. ¿Da miedo? no, no da miedo, es Harry Potter, ¿cómo va a dar miedo eso?
Cuando empezó la onda de pedir tortas, cafés, ensaladas, la sala se volvió una mezcla de olores, y pusieron el aire más frío. Me acostumbré a los meseros hablando en voz baja, como me desacostumbre a hacer fila en la taquilla. Llegábamos y: Tú fórmate aquí y tú allá, y si llevábamos a un amigo, órale, y tú vete a la otra. Entonces, atentos nos quedábamos a ver cuál avanzaba más rápido.
La persecución a cámara en mano, como si los directores no tuvieran permiso para filmar, me hizo sentir ahí. Dos hermanos robaban un banco. Los sintetizadores tipo Tangerine Dream, la manera astuta, riesgosa, desconsiderada de improvisar del protagonista, un Robert Pattinson con el cabello pintado, vuelto a pintar, persuasivo, carismático, sin escrúpulos, me mantuvo al filo de la butaca.
Cuando salimos estaba lloviendo más fuerte. En la película no había llovido, pero había caído una lluvia de adrenalina, música, golpes, plot twists. ¿Qué les pareció?, les pregunté mientras mi papá manejaba con el parabrisas a máxima. Pues, equis, un churro de película, dijo. Mi hermano no habló más que para preguntar si lo podíamos dejar en casa de un amigo.
Cuando llegamos a la casa investigué quién había hecho la música. Oneohtrix Point Never, decía IMBD. Un tal Daniel Lopatin, decía Wikipedia. Ahora sé que también ha colaborado con Tim Hecker. Anxiety, la tercera canción de ocho minutos en el álbum, evoca los buenos tiempos. Good Time: la última vez que me dejaron escoger.
En la carrera había llevado dos clases de historia y apreciación cinematográfica con un maestro que era de la tercera generación del C.C.C. (Centro de Capacitación Cinematográfica). Ripstein, Leduc, Cazals habían sido sus profesores. Todavía guardo la lista de películas que nos puso y que tanto trabajo le costó hacer. Ahí estaban desde El acorazado Potemkin hasta Mystery Train.
Dejé de ir al cine con mis amigos de la carrera cuando nos graduamos. Nos dimos cuenta que no había necesidad en ponernos de acuerdo si en las películas de la selección de Cannes los únicos cuatro asistentes éramos nosotros.
La idea me vino a la mente porque estaría dos horas sentado y no iba a hacer fila porque el boleto lo había comprado en línea. No necesitaba hacer ningún esfuerzo, sólo llegar. Conté el tiempo: casi cuarenta minutos. A la siguiente me fui por otro camino con mejores vistas y menos semáforos. Por eso me empezó a gustar: por la experiencia que había en caminar. Saber que no me estacioné ni subí por las escaleras eléctricas, sino que entré por el drop off, por las puertas automáticas, lo hacía más real.
El camino de regreso era como una extensión, una escena al final de los créditos. Cuando vi la última de Batman, otro Robert Pattinson, sólo que esta vez aislado, solitario, regresé a mi casa viendo las bolsas de basura que sacaban los empleados por la puerta de atrás, la propaganda del reloj Patek Philippe, los cadeneros de los antros fumando. La gente esperando.
No eran muchos carros para ser viernes por la noche. La gente caminaba hacia la parada mientras los restaurantes se vaciaban. Se escuchaban los árboles y uno que otro claxon a lo lejos. De las jardineras se desprendía el olor a romero y se oían las chicharras. La ciudad se había convertido en un disco y alguien le había bajado al volumen. La ciudad era un LP, una versión limitada del cosmos. Los árboles girando, los carros girando, las chicharras girando, las jardineras girando, el cine girando, por supuesto nosotros, ahí parados en espera de la aguja para ser revividos por ella, girando.
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Alejandro Andonie ha publicado en revistas como Poetripiados y Las Dunas. Vive en Monterrey. “Es un ejemplo de como sería un viaje por la noche” es su primer libro.