A veces, la línea entre la genialidad y la locura se difumina, se vuelve tan etérea como el aire en una noche cargada de jazz. En la historia del género, pocos nombres se destacan con tanta complejidad y contradicción como el de Thelonious Monk. Si alguien pudiera capturar la esencia del jazz en su forma más pura, cruda y hermosa, ese alguien era él. Pero detrás de su brillantez y su estilo único, se ocultaba una mente que, como su música, era a la vez desordenada, impredecible y profundamente introspectiva.
Monk nació el 10 de octubre de 1917 en Rocky Mount, Carolina del Norte, pero fue en las oscuras esquinas de Nueva York, en los clubes más emblemáticos del Harlem de los años 40, donde el joven pianista dio forma a su irrepetible estilo. En un momento en el que el jazz se encontraba en plena ebullición, Monk se encontraba en el epicentro del bebop, ese nuevo movimiento que se apartaba de los arreglos orquestales del swing para dar paso a una improvisación más pura, más visceral.
Sin embargo, su música no seguía las reglas de nadie, ni siquiera las del bebop. De hecho, muchos puristas consideraban a Monk demasiado extraño, demasiado errático. Pero, como dijo el saxofonista John Coltrane, Monk era «un arquitecto musical de primer orden», y a lo largo de su vida, su genio sería cada vez más evidente.
Algunos artículos periodísticos estadounidenses de la época, lo pintan como un hombre de contrastes. Su estilo de interpretación era tan peculiar como su figura. Alto, con su sombrero característico y sus gafas de sol, Monk se movía al piano con una gracia casi espasmódica, alternando entre notas disonantes y silencios de tensión que dejaban a su audiencia atrapada en un estado de incertidumbre. Como él mismo dijo, “a veces, aquello que no toques puede ser más importante que lo que toques”, una filosofía que plasmaba en su música a través de pausas que desafiaban la lógica, creando una atmósfera de espera y sorpresa. Su capacidad para jugar con los silencios era tan esencial como las notas que tocaba.
Sin embargo, detrás de su arte, lidió durante toda su vida con una batalla interna mucho más feroz y quizá esto pudiera sonar como un re menor en unas de sus interpretaciones. Fue diagnosticado con trastorno bipolar, una enfermedad mental que afectó tanto su carrera como su vida personal. Los altibajos emocionales del músico se reflejaban en sus actuaciones y su música. La psicodelia de su improvisación, sus arranques de furia y su genialidad a veces inalcanzable eran sombras de los demonios internos que lo acechaban. Vaya vida la de los artistas, pienso esto mientras escribo y recuerdo las historias de otros músicos como Charlie Parker
En los años 50, el músico se encontraba en el centro de la escena jazzística, aunque sus problemas personales no tardaron en entorpecer su ascendente carrera. En 1951, después de un incidente relacionado con las drogas, las autoridades le retiraron su tarjeta de cabaret, una licencia esencial para tocar en los clubes nocturnos de Nueva York. Monk se negó a testificar contra su amigo, el pianista Bud Powell, a quien le habían confiscado drogas en su coche. Esa negativa le costó la posibilidad de tocar en su ciudad natal, obligándolo a actuar fuera de ella o en lugares clandestinos, una fase que puso a prueba su resistencia física y emocional.
El apoyo de su esposa, Nellie, y de la baronesa Pannonica de Koenigswarter, una mecenas del jazz, se volvió muy importante en sus últimos años. Pannonica no solo le brindó refugio en su hogar, sino que también le pagó las deudas y cuidó de él como si fuera un hijo. Sin embargo, las dificultades mentales de Monk no disminuyeron, y la medicación que le recetaron a lo largo de los años solo exacerbó su comportamiento excéntrico, con períodos de silencio absoluto, aislamientos prolongados y desconexión total de su entorno.
A pesar de sus tormentas internas, Monk continuó creando música que dejaría una huella indeleble en la historia del jazz. Composiciones como “‘Round Midnight”, “Blue Monk” y “Straight No Chaser” se convirtieron en estándares, piezas fundamentales que desafiaban la lógica de la armonía convencional y que a lo largo de los años se integrarían en el repertorio de todos los grandes jazzistas. Monk no solo interpretaba esas canciones, las transformaba, las hacía suyas, como si fueran parte de un universo paralelo donde las reglas de la música se reescribían constantemente.
Sin embargo, los años 60 marcaron el inicio de una lenta caída. Monk ya no podía evitar que sus problemas mentales y físicos afectaran su capacidad de componer y de tocar. En 1968, el disco Underground intentó captar la atención de una nueva generación, pero el jazz había perdido terreno frente al ascenso del rock y otros géneros emergentes. Las nuevas composiciones que Monk había escrito para el álbum (con una portada genial, en la que destaca un soldado nazi atado a una silla y ále aparece como un francés de la resistencia francesa), aunque innovadoras, no lograron romper las barreras del tiempo. El sonido que años antes había sido vanguardista, ahora parecía perder relevancia.
En sus últimos años, Monk se convirtió en un hombre más solitario, más distante de la música y de la vida misma. Sus presentaciones fueron cada vez más esporádicas y su salud se deterioraba rápidamente. En 1971, sus últimas grabaciones fueron para el sello Black Lion, y el Carnegie Hall lo recibió en 1976 en lo que sería su última gran actuación. La música de Monk había cambiado, y el hombre detrás del piano se desvanecía lentamente, su figura envuelta en la niebla del olvido y la enfermedad. El trastorno bipolar, mal tratado a lo largo de los años, lo había despojado de la energía creativa que una vez lo había definido.

El 17 de febrero de 1982, Monk murió a los 64 años, después de sufrir un accidente cerebrovascular. Su vida, tan llena de luces y sombras, se apagó en la misma ciudad que lo había visto crecer y revolucionar el jazz. Hoy, a más de 40 años de su muerte, su música sigue viva. Cada vez que una de sus composiciones se escucha, es como si el alma de Monk hablara de nuevo, desafiando las convenciones, rompiendo las normas, pero siempre fiel a sí mismo, incluso cuando la mente de su creador ya no podía sostenerse.
A Thelonious Monk hay que oírlo en una tarde gris y mejor, si es con una copa de vino tinto. Esperar los relámpagos retratados en su genialidad que no necesita disculparse por su locura, porque la verdadera vanguardia es la que se niega a seguir el camino marcado. En cada acorde disonante, en cada pausa abrupta, Monk dejó una lección inigualable. Hay que ser fiel a uno mismo, aunque eso signifique perderse un poco en el proceso. En tiempos como los que vivimos, con un futuro marcado por el regreso del fascismo, es necesario escuchar su música.