El Partido Revolucionario Institucional (PRI) ya no necesita de adversarios políticos para socavar su propia existencia. Ha perfeccionado el arte de la autodestrucción con tal maestría que ni el más feroz de sus oponentes podría hacerle mayor daño. El espectáculo más reciente en esta tragicomedia lo protagonizan Alejandro “Alito” Moreno y Manlio Fabio Beltrones, dos de sus más ilustres personajes, que en lugar de preocuparse por la reconstrucción de su partido prefieren incendiar los pocos cimientos que aún quedan en pie.
La última función de este drama tuvo lugar en Sonora el fin de semana, donde Moreno, con la solemnidad de quien se cree el último bastión de la democracia, acusó a Beltrones de estar vinculado con el crimen organizado y de haber tenido alguna relación con el asesinato de Luis Donaldo Colosio en 1994. Nada más y nada menos. Porque, cuando el barco se hunde, la mejor solución es arrojar a los compañeros por la borda y ver quién se ahoga primero.
Las declaraciones de Moreno, lejos de sorprender, reafirman la vocación del PRI por devorarse a sí mismo. En una lógica que haría envidiar a los mejores guionistas de tragedias griegas, la dirigencia priista parece obsesionada con demostrar que su peor enemigo no es Morena ni el PAN, sino el PRI mismo. Mientras en otros partidos se dizque organizan campañas y se buscan estrategias para las elecciones de 2027, el PRI prefiere desenterrar cadáveres políticos y lanzar acusaciones que, de tan desmesuradas, ya nadie sabe si tomar en serio o como parte de una comedia de enredos.
Pero esta guerra interna no es nueva. Beltrones, quien por décadas ha sido una de las figuras más influyentes del PRI, ha criticado abiertamente la gestión de Moreno, calificándolo de autoritario y marrullero. No contento con eso, en agosto del 2024, el Grupo Parlamentario del PRI anunció que Beltrones no formaría parte del mismo, una decisión que, según el sonorense, fue tomada de manera ilegal y arbitraria. En un acto de modernidad, el exgobernador de Sonora llevó su batalla a las redes sociales, denunciando en X (antes Twitter, para los nostálgicos de las épocas pre-Alito) que la dirigencia de Moreno opera con la sutileza de un martillo en una tienda de porcelana.
Mientras tanto, en el aniversario luctuoso de Colosio, el PRI organizó una ceremonia en su honor, en un intento desesperado por recuperar un poco de dignidad histórica. Pero el homenaje quedó opacado por las declaraciones de Moreno, que, como buen estratega de la política del caos, decidió que era el momento perfecto para acusar a su correligionario de uno de los crímenes más oscuros de la historia moderna de México. Nada mejor que un escándalo para mantenerse relevante en la conversación pública, aunque esa relevancia sea a costa de la destrucción total de su partido.
Por si fuera poco, Moreno se quejó de que los priistas críticos de su gestión prefieren atacarlo a él en lugar de enfrentar a Morena. Lo que el dirigente parece ignorar es que, para atacar al enemigo, primero hay que saber quién es el enemigo, y en el caso del PRI, el mayor peligro no viene de fuera, sino de adentro. Como diría cualquier observador imparcial, el PRI no necesita de una oposición fuerte para desmoronarse; su vocación autodestructiva es más efectiva que cualquier campaña en su contra.
En medio de este caos, Moreno insiste en que el PRI buscará alianzas con otros partidos para 2027. La pregunta es: ¿qué partido sensato querría aliarse con un grupo que no necesita de enemigos externos para desintegrarse? Ah, sí, ¡el PAN! A este ritmo, cuando lleguen las elecciones, el PRI habrá dejado de ser un partido político para convertirse en una anécdota de la historia.
Quizá el PRI debería dejar de buscar culpables en sus filas y aceptar una verdad ineludible: su peor enemigo no es Beltrones, ni Morena, ni López Obrador. Su peor enemigo es el PRI mismo, y en ese combate interno, parece que va ganando la peor versión de sí mismo.