Como si el calendario político se hubiera adelantado dos años, Ricardo Anaya Cortés aterrizó en Chihuahua hablando del 2027 como si las urnas ya estuvieran listas. El excandidato presidencial del PAN, mejor recordado por el apodo de “Ricky Riquín Canallín” que le lanzó López Obrador en 2018, apareció sonriente y confiado en el informe del senador Mario Vázquez, donde aseguró que Acción Nacional volverá a ganar el estado.

Sin embargo, su discurso pareció más un acto de nostalgia partidista que un análisis serio sobre la situación de Chihuahua.
Anaya elogió sin reservas a la gobernadora María Eugenia Campos Galván, a quien describió como “una mujer muy querida en todo el país”. En su mensaje, se mostró convencido de que los programas implementados por la mandataria son ejemplo nacional, destacando dos: la Plataforma Centinela, en materia de seguridad, y el programa MediChihuahua, como modelo estatal de salud.
Pero entre los aplausos, las cifras cuentan otra historia. La Plataforma Centinela, anunciada como la joya tecnológica del sexenio y presentada como la solución definitiva contra la violencia, costó más de 4 mil 700 millones de pesos y fue adjudicada directamente a la empresa SeguriTech Privada, sin concurso público. Su operación incluye miles de cámaras, sistemas de reconocimiento facial y centros de monitoreo, pero el resultado real es desolador, porque Chihuahua se mantiene en el cuarto lugar nacional en homicidios dolosos, según datos del Secretariado Ejecutivo del Sistema Nacional de Seguridad Pública.
Lo más grave es que, en 2022, el propio secretario de Seguridad Pública, Gilberto Loya Chávez, prometió que Centinela reduciría “hasta un 90% los homicidios”. Dos años después, la violencia no ha disminuido; por el contrario, se ha extendido a nuevas zonas del estado. Lo que sí creció fue la factura: miles de millones invertidos en una estrategia que hasta ahora ha servido más para discursos políticos que para garantizar seguridad.
Anaya tampoco se detuvo en los cuestionamientos sobre MediChihuahua, el programa que la gobernadora presentó como una respuesta local a la desaparición del Seguro Popular. En su intervención, lo describió como un modelo “que debería replicarse en todo el país”. Sin embargo, el propio presupuesto estatal muestra que en su inicio el 70% del gasto en salud de Chihuahua provino del Gobierno federal, y no de recursos propios, como suele afirmar Campos Galván. El programa, más que una innovación, es una reconfiguración administrativa con nombre nuevo, una estrategia mediática que maquilla con discurso lo que no se logra en la práctica.
Mientras tanto, los hospitales públicos de la Sierra Tarahumara continúan enfrentando carencias de medicamentos, personal insuficiente y traslados de pacientes en condiciones precarias. Ninguno de esos temas formó parte del entusiasmo de Anaya, que prefirió hablar de “valentía” y “liderazgo” antes que de indicadores.
Su presencia en Chihuahua fue más como un ensayo general de campaña. Con tono de mitin y promesas recicladas, el panista habló de “la fuerza del norte”, de “la esperanza azul” y de un futuro electoral en el que el PAN “volverá a triunfar”. Sin embargo, fuera del recinto, las cifras y los hechos parecen contradecirlo.
La narrativa de progreso que Anaya repite no se refleja en las calles de Chihuahua, donde la inseguridad y el descontento ciudadano crecen. La Plataforma Centinela no ha frenado los delitos, MediChihuahua no ha mejorado la atención médica, y la gestión estatal se sostiene más en propaganda que en resultados tangibles.
Al final de su discurso, Anaya aseguró que “Chihuahua es Acción Nacional”. Pero las cifras parecen decir lo contrario: Chihuahua es hoy un estado donde los proyectos más costosos del PAN no han dado resultados, donde la transparencia sigue siendo una promesa, y donde los discursos políticos se repiten como si nadie revisara los datos, y todo parece indicar, que el PAN ya se va de Palacio de Gobierno en 2027.

