Hace muchos años leía una nota sobre las 100 mejores novelas publicadas en el siglo XX según los editores de Modern Library. Fue una lista muy famosa y, por ende, muy discutida. Me sorprendió ver que en el puesto número uno aparecía el Ulises de James Joyce, seguida por El gran Gatsby de F. Scott Fitzgerald y, en el tercer puesto, otra vez James Joyce con Retrato de un artista adolescente.
Se me hacía incomprensible que, de todo el abanico de novelas que se publicaron en el siglo XX, uno de los siglos más prolíficos y noveleros, un solo autor ocupara dos puestos del top tres. Y aunque el Ulises me parecía entendible, dada su complejidad y múltiples estudios, para mí no tenía sentido que Retrato de un artista adolescente ocupara el tercer puesto: una novela algo distraída, poco clara, y que parece más un laboratorio de Joyce para lo que años posteriores sería su monumental Ulises.
Pero ¿y si hablamos de cuentos? La lista es inabarcable, inconmensurable. Tantos escritores buenos, tantos cuentos tan propositivos. El siglo XX fue una época dorada para los cuentistas latinoamericanos, por ejemplo. Y, sin embargo, elegiría al mismo autor para encabezar la lista: James Augustine Aloysius Joyce. Y de acuerdo, tal vez tengo un sesgo terrible hacia la literatura irlandesa. Me encanta la literatura irlandesa. Pero pienso, con toda la imparcialidad posible, que Los muertos, cuento que cierra su colección Dublineses de Joyce, es la cumbre de la narrativa. Desde entonces, todo ha sido cuesta abajo. Y sí, grandes cuentos se han escrito, de acuerdo, pero ninguno ha alcanzado la sonoridad, la finura, la increíble tristeza de Los Muertos.
Durante el baile anual celebrado por las hermanas Morkan, Grabriel Conroy, un crítico literario, y Greta Conroy, su esposa, se ven envueltos en situaciones típicas de una fiesta, como lidiar con borrachos o pensar en un discurso que no ofenda a ninguno de los presentes. Pero el vino y la música comienza a jugar malas pasadas en los invitados, que confiesan de manera desprevenida algún tipo de dolor por alguien que ya no está. Y es a través de estas pláticas que Gabriel, protagonista del cuento, tiene una epifanía demoledora tras una confesión de su esposa. Ella cae dormida sin pensar mucho en sus palabras, con los ojos llorosos por un amor que murió cuando era muy, muy joven. Gabriel, con el estómago revuelto por los celos, se para a lado de la ventana a ver cómo la nieve cae sobre toda Irlanda.
Es aquí donde se discute si este párrafo final no es el párrafo más hermoso jamás escrito de la literatura. Lo he leído en inglés y varias traducciones al español que se han hecho de este cuento. La última vez hace un par de años en Madrid, una edición de Páginas de espuma que compré de la mano del mismo Juan Casamayor, editado y traducido por Diego Garrido. Una traducción más fiel, no tan emotiva como la de Guillermo Cabrera Infante, que se toma licencias en busca de palabras más suaves.
Pasan los años y sigo diciendo que es el mejor cuento. Se lo dije a Lex Williford, profesor de la Universidad de Texas, el primer día de clases del posgrado hace cuatro años, se lo dije mi editor a través de WhatsApp hoy por la mañana. Tampoco he leído tanto, no soy tan pretencioso. Pero siempre que veo la nieve caer en Ciudad Juárez, pienso en todos los vivos y todos los muertos.
