En el gran cementerio de adaptaciones donde Frankenstein ha revivido más veces que cualquier influencer cancelado, la nueva versión de Guillermo del Toro llegó en noviembre pasado a Netflix con una misión casi imposible, reconciliar al público con la criatura original de Mary Shelley, esa que no era verde, no era bruta y que, para colmo, tenía sentimientos complejos.
Sí, sentimientos; no solo gruñidos y brazos extendidos. Del Toro lo sabe bien, porque no solo se enfrenta a la novela, también carga un siglo entero de distorsiones cinematográficas que convirtieron a la criatura en un muñeco de feria.
Desde la película de 1931 —donde un asistente jorobado roba un cerebro “anormal”, qué podría salir mal— hasta las versiones saturadas de vísceras de Hammer Films, Frankenstein perdió humanidad mientras ganaba taquilla.
Pero del Toro insiste que su película no es terror, sino una “historia emocional”, más cercana al espíritu de Shelley que al cliché de Halloween. Su criatura, interpretada por Jacob Elordi, mantiene inteligencia, cicatrices y un aire melancólico que recuerda que, antes que monstruo, fue un hijo abandonado.
Aun así, la cinta juega con colores saturados, engranes y destellos steampunk, como si Hammer Films hubiera tenido un hijo con una novela gótica mexicana, de esas donde la culpa católica y el drama familiar son inseparables.
Y ahí es donde Frankenstein se cruza con Guillermo del Toro. Para entender al director hay que asomarse a su propio laboratorio emocional, uno construido con rosarios, criaturas nocturnas y una abuela capaz de competir con cualquier villana de Stephen King. Del Toro creció en un hogar ferozmente católico, tan estricto que lo marcó de por vida. Su abuela —a la que él mismo comparó con la fanática religiosa de Carrie— lo obligaba a ponerse tapas de refresco dentro de los zapatos para “mortificarse por sus pecados”.
Caminaba hacia la escuela dejando un rastro de sangre, penitencia digna de un santo o de un protagonista de horror gótico. Y como la fantasía le gustaba demasiado, la señora intentó exorcizarlo dos veces. No funcionó. En lugar de expulsar demonios, fortaleció su ejército de monstruos.
Porque sí, Guillermo veía monstruos. Una noche un fauno salió detrás de su reloj, y bajo su alfombra verde paseaban criaturas diminutas. Para que lo dejaran dormir, les prometió ser su amigo para toda la vida. Cumplió el trato. En su filmografía, los monstruos nunca llegan para devorar, llegan para acompañar, como parientes incómodos pero entrañables de cualquier familia mexicana.
Su educación sentimental también vino de Famous Monsters of Filmland, revista que lo obligó a aprender inglés a puro diccionario. Ahí descubrió la nitrocelulosa, sustancia con la que fabricó sus primeros maquillajes caseros, cicatrices falsas que usaba para espantar a la niñera. Ese fue su primer laboratorio Frankenstein, un cuarto infantil lleno de experimentos y travesuras donde lo macabro y lo juguetón convivían como en cualquier casa donde los niños inventan mundos para sobrevivir a la realidad.
Sus monstruos favoritos fueron siempre los mismos, Frankenstein y la criatura de la laguna negra. No es casual que hoy, con recursos, prestigio y libertad creativa, vuelva al primero para devolverle la humanidad perdida. Tal vez porque él mismo creció dentro de un país donde los monstruos conviven con los santos, donde las abuelas rezan con una mano y disciplinan con la otra, donde la culpa se hereda y la imaginación se filtra por las grietas de la religión y la pobreza.
Al final, la pregunta sobre la fidelidad a la obra original se vuelve secundaria. Frankenstein cambia porque nosotros cambiamos. Sobrevive a sus creadores, a sus intérpretes y a nuestras expectativas.
Y del Toro, hijo de un México profundamente católico y maravillosamente monstruoso, lo entiende mejor que nadie, no hay criatura más temible ni más nuestra que aquella que fabricamos para no sentirnos solos.

