El expresidente Donald Trump ha convertido la narrativa de la lucha contra el narcotráfico en una de las banderas más agresivas de su política exterior hacia México. Desde su primer mandato y durante la campaña para su reelección, ha impulsado una retórica de mano dura, basada en la criminalización del migrante, el endurecimiento fronterizo y, recientemente, la iniciativa de calificar a los cárteles de la droga como organizaciones terroristas extranjeras. Sin embargo, esta postura contrasta profundamente con los hechos más recientes: su gobierno y sus instituciones han negociado con los mismos actores que públicamente denomina “terroristas”.
La revelación de que el Departamento de Justicia estadounidense ofreció asilo y protección a 17 familiares de Ovidio Guzmán, hijo de Joaquín “El Chapo” Guzmán, a cambio de cooperación judicial, expone con crudeza esta contradicción. ¿Cómo puede el mismo gobierno que equipara a los narcotraficantes con Al Qaeda o ISIS justificar acuerdos de protección y testificación con figuras clave de esos grupos, y además otorgarles beneficios migratorios en suelo estadounidense?
Este episodio, ventilado por la presidenta Claudia Sheinbaum en su conferencia de este 14 de mayo, dejó claro el doble rasero con el que opera la administración estadounidense. El caso de Guzmán López no es aislado: se asemeja al de Jesús Vicente Zambada Niebla, “El Vicentillo”, quien también obtuvo beneficios legales y una sentencia reducida a cambio de información sobre el Cártel de Sinaloa. Ambos acuerdos ocurrieron bajo el mismo principio: cooperación a cambio de impunidad relativa y seguridad familiar, incluso con trato preferencial.
En la práctica, esto representa una contradicción política y ética: mientras se pretende elevar la clasificación legal de los cárteles al estatus de “terroristas” —una decisión que incrementa la presión diplomática sobre México y abre la puerta a operaciones unilaterales—, se llevan a cabo tratos secretos con esos mismos actores. El mensaje es claro: si el narcotraficante colabora, deja de ser enemigo para convertirse en socio estratégico del Departamento de Justicia.
Trump, en su retorno al poder, reafirmó esta política ambigua. El pasado enero, durante su toma de posesión, aseguró que su máxima prioridad sería “proteger al país de amenazas e invasiones”, refiriéndose explícitamente al narcotráfico y la migración. Pero la designación de los cárteles como terroristas no se traduce en una política coherente, sino en una herramienta de presión política y electoral, útil para azuzar al electorado conservador, pero ineficaz frente a la complejidad de la realidad binacional.
En términos prácticos, esta estrategia debilita la credibilidad de la lucha antidrogas. Si los cárteles pueden negociar su futuro legal a cambio de información, entonces el mensaje que se envía es que el sistema es permeable, transaccional y profundamente pragmático. Bajo esa lógica, la designación de terroristas no obedece a principios éticos ni a una evaluación objetiva del daño social, sino a una necesidad política coyuntural.
La presidenta Sheinbaum cuestionó con razón: “¿No que no negocian con terroristas?”. Esta frase encapsula la hipocresía que rodea la relación entre Estados Unidos y los grandes capos del narcotráfico. La lucha no es contra el crimen organizado en sí, sino contra quienes se niegan a colaborar. Esto convierte a la justicia en un instrumento selectivo, donde la cooperación vale más que los delitos cometidos.
La política antidrogas de Trump, lejos de ser un proyecto de erradicación del crimen, se ha convertido en una estrategia de control geopolítico. El uso del término “terrorista” busca justificar intervenciones, aplicar sanciones, ampliar el espionaje y endurecer medidas migratorias. Pero cuando el interés nacional lo exige, ese mismo gobierno está dispuesto a proteger, legalizar e incluso reinsertar a familiares de los líderes del narco.
La realidad es que el gobierno estadounidense ha perfeccionado un sistema de cooptación y negociación con el crimen organizado. Mientras Trump endurece el discurso, su aparato judicial y de inteligencia sigue utilizando los pactos con narcotraficantes como herramienta central para obtener información. Esta práctica contradice todo principio de justicia firme y coherente.
Así, queda en evidencia que el combate frontal al narcotráfico, proclamado desde la Casa Blanca, es en realidad un tablero de ajedrez geopolítico, donde se mueven fichas según convenga. La estrategia de Trump no es erradicar el narcotráfico, sino instrumentalizarlo: utilizarlo como excusa para ampliar su poder y reforzar su discurso electoral, aunque para ello deba pactar con los mismos “terroristas” a los que asegura combatir.