De vez en cuando me pasan cosas raras, situaciones que no a cualquiera le suceden, supongo. Esta mañana, como casi todos los días, salí a tiempo de mi casa rumbo a la sala de redacción. Faltaban cinco minutos para las ocho aeme cuando bajé del auto, con mi termo de café sin azúcar en la mano, y entré al edificio donde trabajo.
El guardia, “Pocholo” le decimos, apenas me soltó un “buenos días” con su cara de hastío, como si estuviera rezando. No le hice mucho caso; le regresé el saludo por mera cortesía, mientras tocaba el botón del elevador. Él, por su parte, se acomodaba detrás del mueble de la recepción, como siempre.
Mi oficina está en el segundo piso. Siempre lo he sabido. No tendría por qué equivocarme. Pero hoy, con la mente divagando quién sabe dónde, por alguna distracción, toqué dos veces el botón del “piso 2”. Al instante me di cuenta de la torpeza, como si al apretar ese botón dos veces hubiera hecho un pacto con algo más allá del edificio. El ascensor no se movió al principio. El silencio en la cabina era denso, tanto que podía escuchar el latido de mi propio corazón, lento y pesado, como el reloj que marca el destino.
Me quedé quieto, mirando la pantalla, esperando que el ascensor subiera los dos pisos de siempre. Pero esta vez, la máquina parecía haber decidido que no tenía prisa. Los números comenzaron a cambiar, uno tras otro, pero no se detuvieron en el dos. Algo en mí quiso gritar, detener aquel ascenso, pero mis manos, como pegadas al metal frío, no reaccionaban. Las luces seguían, tres, cuatro, cinco… y yo, atrapado, como si ya no pudiera bajar. Cuando volví a ver la pantalla, ya iba por el número 20. El edificio, claro está, solo tiene cuatro pisos.
La puerta se abrió en el nivel 22 con un susurro metálico, casi burlón. En ese instante, sentí que el estómago se me revolvía como una licuadora a máxima velocidad, y la cabeza me daba vueltas, como un rehilete multicolor girando sin descanso bajo un viento invisible. El aire allí era espeso, como si no hubiera sido respirado en años. El lugar tenía un olor antiguo, cargado de secretos, y una sensación de algo fuera de tiempo me envolvió, como si hubiese cruzado un umbral a algún sueño olvidado.
Di un paso al frente, luego otro, y uno más. A lo lejos, detrás de una puerta que parecía la entrada a una oficina, percibí una serie de ruidos: el golpeteo constante de dedos sobre teclados antiguos, el rodillo girando, el espaciador accionándose, y el salto marginal de viejas máquinas de escribir que parecían pertenecer a otro tiempo.
El piso 22 era un mundo aparte, como si hubiera sido arrancado de otro tiempo, de otra vida. El suelo, cubierto con un laminado que crujía a cada paso, contrastaba con los otros niveles del edificio. Las paredes estaban llenas de imágenes religiosas, santos y vírgenes que parecían observar desde otra realidad.
La puerta, apenas entreabierta, dejaba escapar aquellos ruidos antiguos. La curiosidad me pudo, así que me asomé, pero no logré distinguir bien qué había más allá. Empujé despacio, con cautela. Entonces los vi: eran unos cincuenta seres, aunque llamarles humanos sería un error. Había algo en ellos, en la forma en que se movían, en sus cuerpos deformes, que los hacía ajenos a este mundo.
Estaban de espaldas, inclinados sobre sus escritorios, cada uno sumido en su propio silencio, escribiendo con una concentración robótica. No había prisa en sus movimientos, solo una calma inquietante. Sus cuerpos, aunque semejaban los de humanos, se desdibujaban en algo más. Las cabezas que cargaban no eran de personas: había caballos con crines largas, jirafas altivas, perros con ojos tristes, unicornios de cuernos luminosos, tiburones, musarañas con bigotes temblorosos, elefantes de orejas caídas, y hasta pequeñas lagartijas.
No quiero admitir que el miedo me invadió… pero sí, eso fue lo que ocurrió. Sentí cómo el aire se escapaba de mi cuerpo de golpe, como si una mano invisible me hubiera golpeado con fuerza en los testículos. Sin pensar más, me di la vuelta, huyendo como si el diablo me persiguiera, y con los dedos temblorosos, marqué con cuidado el botón del piso 2, deseando que el ascensor me devolviera a la realidad que, aunque monótona, ahora me parecía infinitamente más segura.
Cuando llegué, ya había pasado un buen rato desde mi hora de entrada.
—¿Y ahora qué te pasó? —me preguntó una compañera diseñadora con tono insolente—. Estás pálido. ¿Todo bien?
—Sí, todo bien —respondí, mientras le daba otro sorbo al café antes de encender la computadora.