Me llamo Roberto Bolaño. Soy chileno y poeta. Llegué a la Ciudad de México en 1968, el año de los trágicos acontecimientos en Tlatelolco, acompañado de mi madre, Victoria Ávalos, maestra de escuela, de quien heredé el amor por la lectura, y de mi padre, León Bolaño, exboxeador y camionero, de quien heredé otras cosas.
Mi madre siempre fue inquieta y logró convencer a mi padre de que dejáramos Chile para venir a México. Sus constantes separaciones marcaron mi infancia; crecí presenciando una relación tormentosa. Para ellos, México representaba un pequeño paraíso, un lugar para recomenzar. Al principio, todo fue muy divertido para ellos; para mí, no tanto: el primer día en la escuela, un compañero me desafió a golpes solo por ser chileno. Mis padres se separaron poco después de nuestra llegada, y al cabo de un tiempo, yo también abandoné la escuela.
Me tocó vivir una época de intensa actividad política y cultural. La UNAM ofrecía talleres de narrativa y poesía, y su departamento de Difusión Cultural publicaba la revista Punto de Partida. Otras universidades, como la UAM, también organizaban sus propios talleres, mientras que el Instituto Nacional de Bellas Artes otorgaba becas para asistir a clases con escritores de renombre. La Casa del Lago, en el bosque de Chapultepec, se consolidaba como el epicentro cultural por excelencia.
Mi mejor amigo
En México tuve muchos amigos, varios de los cuales cobraron vida en mi novela Los detectives salvajes. Sin embargo, hay uno que se distingue del resto: Mario Santiago. Mario fue un poeta mexicano, un ser excepcional, alguien que parecía haber bajado de un ovni apenas unos días atrás.
Siempre lo consideré una persona fascinante, aunque completamente indisciplinada. Para ganarnos la vida, trabajábamos en diversas revistas, aunque, en realidad, yo escribía sus crónicas y artículos.
En una ocasión, utilicé uno de sus versos como epígrafe en uno de mis libros. Poco después, alguien se me acercó para decirme que ese verso no era suyo, sino de Gilberto Owen. Me alarmé, pues el libro ya había sido publicado. Busqué la frase en todos los libros de Owen, pero nunca la encontré. El verso decía: “…si he de vivir, que sea sin timón y en el delirio”, una apuesta fatal, tal como fue la vida de Mario.
En otra ocasión, noté que algunos de mis libros estaban mojados. Me pregunté si habría llovido. México es un país tan grande que puede llover en una zona y en otra no. Hasta que descubrí la razón: Mario era un lector empedernido y tenía hábitos tan extraños como meterse a la ducha sin dejar de leer. Se bañaba sujetando el libro con una mano para no interrumpir la lectura. ¡Lo malo era que esos libros eran míos! Mario tenía esas excentricidades. Era, sin duda, un ser único.
El movimiento infrarrealista
A finales de 1975, junto con Mario Santiago, fundé en México el movimiento infrarrealista. Nuestra propuesta era clara: abandonar todo, lanzarnos nuevamente a los caminos, salir a la calle, sumergirnos en lo cotidiano, incluso si lo cotidiano era lo marginal. Como poetas infrarrealistas, nuestro deber era mantenernos lo más alejados posible de los circuitos oficiales de la cultura, declarar la guerra a la burocracia y al poder.
En aquel momento, la influencia de Octavio Paz en la cultura mexicana era incontrarrestable; era un dios, algo terrible. Pero lo peor no era su poder, sino la legión de poetas e intelectuales que se arrodillaban ante él para recoger sus sobras: los llamados poetas estatales. Corría el rumor de que cobraban del PRI cada mes a cambio de su silencio. Yo, como todos los infrarrealistas, me negaba a venderme a las grandes editoriales. Un poeta no solo debe escribir, sino vivir como tal. El compromiso del escritor con su mundo debe reflejarse en sus acciones, no solo en sus palabras.
Éramos jóvenes y no confiábamos en el sistema. ¿Nos marginamos a nosotros mismos? Tal vez. Pero no concebíamos ejercer la poesía compartiendo trinchera con el oficialismo. El movimiento del 68 había dejado una lección clara: el sistema aplastaba, el gobierno no escuchaba.
Lisa Johnson
En México me enamoré perdidamente de la joven poeta norteamericana Lisa Johnson. Fue el gran amor de mi vida. Vivimos juntos por un tiempo, pero su madre hizo todo lo posible por separarnos. «¿Qué ganas con un escritor que no tiene nada?», le repetía una y otra vez. Cuando Lisa terminó conmigo, quedé devastado; no dormía, solo pensaba en morir.
Tras la ruptura, sentí que todo había acabado para mí en México. Estaba agotado y convencido de que el movimiento infrarrealista también había llegado a su fin. Era, si no recuerdo mal, 1977. Entonces decidí partir a Europa, donde mi madre y mi hermana ya me esperaban.
Me fui de México porque no soportaba tanto desamor, como dicen las canciones rancheras. Si me quedaba, iba a colgarme, iba a morir. Con el tiempo supe que Lisa se casó, terminó su carrera de bióloga y daba clases en la UNAM. ¡Clases de biología! Ella, que pudo haber sido una excelente poeta.
A Lisa le he dedicado muchos poemas, siempre reprochándole haberme roto el corazón. Todavía la extraño.
La Ciudad de México
Cuando viví en México, era más pobre que una rata, pero me fascinaban sus calles. Mi rutina consistía en levantarme temprano, desayunar con mi madre, mi padre y mi hermana, fingir que iba al colegio y tomar un camión que me dejaba en el centro. Solía comprar libros en la Librería de Cristal y en la Librería del Sótano, frente a la Alameda. Si no tenía dinero, como ocurría con frecuencia, los robaba indistintamente en una u otra.
Tiempo después, el punto de reunión de los infrarrealistas fue el Café La Habana, en la calle de Bucareli, el histórico café donde Fidel Castro y el Che Guevara planearon la Revolución Cubana. Recuerdo que recorríamos a pie desde Bucareli hasta Donceles, donde están las librerías de viejo, y de ahí a la colonia Guerrero. Todo esto quedó plasmado en varios de mis libros.
México tiene múltiples atmósferas en las que uno puede hallar su voz literaria. Ahí está el ejemplo de Carlos Fuentes, cuando habla de Aura, o de Jack Kerouac con Tristessa. En mi caso, encontré la voz de Los detectives salvajes en las librerías de viejo de Donceles; la de Llamadas telefónicas en la librería El Sótano de avenida Juárez; y la de Amuleto en las siniestras calles de la colonia Guerrero.
La Ciudad de México ha sido la capital de los forajidos, de los vagabundos literarios. Si Bruno Traven, Antonin Artaud y Jack Kerouac tomaron a México como referencia para su obra, yo no quería quedarme atrás. Esta ciudad, a pesar de su caos, tiene un encanto particular. Es una escuela literaria en sí misma.
La despedida
Comencé a escribir poesía cuando la apuesta era a vida o muerte. Leí y escribí muchísima poesía. Siempre he admirado la vida de los poetas, esas vidas desmesuradas y arriesgadas. Tal vez ese amor por la poesía y por los poetas se refleja en algunos de mis libros. Como poeta, no soy lírico; soy cotidiano. Mi poeta favorito es Nicanor Parra, quien decía que él no hablaba de crepúsculos ni de damas en el horizonte, sino de ataúdes, ataúdes y más ataúdes.
En México descubrí el amor y la literatura. Entré en talleres literarios, me hice escritor, comencé a publicar.
¿Por qué nunca regresé a México? Porque el asesino nunca vuelve a la escena del crimen. Además, no es posible alterar el curso de las cosas ni recrear el México fantástico en el que viví.
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Bibliografía consultada
Madariaga, Monserrat (2010) Bolaño Infra: 1975-1977: los años que inspiraron Los detectives salvajes, Ril Editores, Chile.
Bolaño, Roberto (1998) Los detectives salvajes, Anagrama, España
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