Alejandro “Alito” Moreno ha vuelto a hacer de las suyas. Ahora con un espectáculo que evidencia su desesperación y se escucha como el chapoteo final de quien ya no sabe nadar, pero se niega a hundirse con dignidad. Esta vez, el líder nacional del PRI —ese partido que fue todopoderoso y hoy sobrevive a punta de alianzas forzadas— ha anunciado que denunciará a Andrés Manuel López Obrador… en Estados Unidos. Sí, leyó usted bien, como si fuera un héroe de cómic que acude al Tío Sam cuando la justicia nacional no le sonríe.
El anuncio viene revestido de una épica de cartón: acusar a AMLO de omisión frente al crimen organizado. “Los voy a denunciar, porque están señalados de tener vínculos”, gritó el senador, tal vez con la esperanza de que los reflectores tapen la otra noticia, la que verdaderamente lo tiene contra las cuerdas: uno de sus más cercanos colaboradores en Campeche, Walter “N”, ha sido detenido, acusado de peculado y desvío millonario. Una bofetada de realidad para quien presume de manos limpias.
Y como si el Universo conspirara con irónico humor, Claudia Sheinbaum, con esa voz serena que corta como filo helado, declaró recientemente que quien enfrente un proceso de desafuero, debe enfrentarlo. Punto. Nada de escudos de impunidad ni componendas. Justo lo que Alito menos quería oír. Después de todo, en su mundo, los fueros son más valiosos que los votos.
La escena es digna de una novela coral: por un lado, el exgobernador campechano convertido en gladiador senatorial, agitando el brazo con bravuconería mientras lanza acusaciones al aire como si con eso pudiera desviar la atención de los escándalos que lo acorralan. Por otro, su estructura política tambaleante, sosteniéndose con alfileres y discursos inflamados. La reciente detención de Walter “N”, su extitular de Comunicación en Campeche, no solo lo deja moralmente desarmado, sino que lo exhibe. Porque, digámoslo sin eufemismos, ¿quién puede creerse la narrativa del fiscal justiciero cuando el alfil más cercano está en prisión preventiva?
Pero como buen actor de tragicomedia política mexicana, Alito no se rinde sin espectáculo. El amago de acudir a tribunales internacionales es su grito desesperado, su “¡no me dejen solo!” disfrazado de cruzada moral. Denunciar a AMLO en Washington es, si se mira con lupa, una maniobra para que no se hable de lo que pasa en Campeche, en el PRI, en su propio entorno. El clásico “miren allá, no aquí”.
Y mientras lanza sus acusaciones con la furia de quien se siente traicionado por el destino —o por la justicia—, olvida convenientemente que su partido acaba de votar codo a codo con Morena para proteger a Cuauhtémoc Blanco del desafuero. ¿Compromiso con la ley? Solo cuando conviene. El resto del tiempo, el PRI navega entre la hipocresía y el pragmatismo con la destreza de un viejo lobo de mar.
Quienes hoy claman por transparencia y castigo ejemplar, fueron los mismos que, hace no tanto, tejían redes de protección política, alimentaban la impunidad y hacían de los cargos públicos fortines personales. Alito Moreno quiere posar como fiscal del pueblo, pero su pasado —y su presente— lo traicionan. El viejo PRI no ha muerto, solo ha aprendido a camuflarse entre hashtags y discursos de indignación.
A veces, para contar la verdad, se necesita más fantasía que lógica. Y en el caso de Alito, lo fantástico es pensar que alguien aún le cree. Los verdaderos actos de omisión no siempre vienen del gobierno que critica, sino de la memoria selectiva de quienes, como él, ya no tienen más que perder… salvo el fuero.